La tramposa narrativa de las políticas regresivas

No es novedad que los populismos demagógicos fabrican su propio relato y se convencen de circunstancias que no están corroboradas por la cotidianeidad. Ningún indicador valida sus descripciones románticas, pero así seducen a parte de esta sociedad de sus aparentes bondades.

En esa delirante dimensión cuando ellos gobiernan el pueblo progresa, los derechos sociales obtienen victorias y las despreciables oligarquías retroceden ante su potente valentía política. Esa leyenda perfora el debate categóricamente mientras muchos se apropian de esa caracterización tan brutalmente falaz como completamente perversa.

Lo cierto es que nada de eso ocurre en el plano real. Cuando les toca administrar la cosa pública, crecen los “negociados”, las corporaciones logran privilegios injustificables, las prebendas alcanzan su máximo nivel y la dirigencia se enriquece de un modo tan oscuro como inexplicable.

Solo en su ridículo microclima los más vulnerables pueden salir adelante. Ellos sólo reciben dádivas, son humillados por esos favores discrecionales y manipulados electoralmente en cada ocasión que se presenta. Nada más indigno que semejante estrategia. Lo más degradante es que sus implementadores se ufanan de sus prácticas, que conocen en detalle pero que presentan públicamente como algo valioso y de vanguardia, a sabiendas de su ruin procedimiento.

En cuanto pierden los comicios al ser derrotados en las urnas inician una pirueta retórica y comienzan a despotricar contra lo que denominan despectivamente “políticas regresivas”, esas que según su perspectiva perjudican a todos ya que se basan en la deliberada transferencia de recursos de los más pobres a los más ricos.

Obviamente esa caricatura discursiva encaja mucho más con sus viejos hábitos que con lo nuevo que intenta salir de ese absurdo laberinto. Los magnates que se desarrollaron económicamente de una manera tan opaca como veloz, lo consiguieron con la complicidad de sus organizaciones partidarias creciendo a la sombra de los escritorios estatales y obteniendo ventajas normativas de dudosa procedencia.

Esos millonarios que emergieron de la mano de monopolios artificiales, de concesiones sospechosas, de “cotos de caza” perfectamente diseñados para que unos amigotes saquen provecho, son todos propiedad exclusiva del entorno íntimo de la progresía más parlanchina de la que se tenga memoria.

Con la misma hipocresía con la que construyeron esos imperios fraudulentos hoy pretenden denunciar las políticas públicas que amenazan al corazón de sus intereses personales. A su corruptela crónica ahora le suman una dosis superlativa de embuste secuencial lo que demuestra su escasa catadura moral.

Hablan ahora de que los programas actuales empobrecen a las familias. Los mismos que hasta hace poco esquilmaban a través del impuesto inflacionario a los ya ínfimos salarios de los trabajadores pretenden dar cátedra desde vaya a saber que extraño atril superior.

Los que hace meses atrás aplaudían la existencia de una aerolínea de bandera amparados en la soberanía hoy deben explicarle a los que no pueden mantener sus hogares la razón por la cual tendrían que subsidiar aviones a los que jamás subirán mientras mantienen las pérdidas de esa empresa deficitaria.

Idéntica lógica aplica a la universidad pública. Ellos se enorgullecen de ese ámbito abierto y plural que no discrimina y que resulta accesible para cualquiera. Parecen no asumir que ese mecanismo lo único que ha conseguido es encarecer la educación, que su calidad decaiga en forma recurrente, que los tiempos en los que egresa un alumno se prolonguen indefinidamente y que los más pobres financien a los sectores medios y altos, que paradójicamente podrían financiar sus estudios sin tantos inconvenientes.

Abundan ejemplos de cómo los recursos fluyen desde los grupos más postergados hacia los más acomodados. Empresas estatales con balances negativos, burocracia sin límites, regulaciones que crean “peajes”, superpoblación de agentes públicos provenientes de la política militante, corrupción estructural por doquier, nidos de negocios engañosos son sólo una parte del creativo arsenal que han encontrado para robarle a cara descubierta a los más débiles.

El sistema impositivo nacional es profundamente regresivo desde hace décadas. Las ideas que edificaron ese cruel sistema son las mismas que la izquierda ha promovido bajo los paradigmas de la supuesta prosperidad, esa que nunca llegó gracias a su mirada ideológica.

Ese esquema persiste y será difícil salir de ese intríngulis con agilidad y eficacia. Los que lo crearon tienen la plena convicción de que esa modalidad debe sobrevivir ya que les resulta funcional y de gran utilidad práctica. Aunque en el presente no lideren, no pierden la esperanza de regresar al ruedo pronto y utilizar de nuevo esas herramientas como siempre.

Quizás deberían tener un poco más de autocrítica. La gente ya se dio cuenta que fue estafada por su discurso mentiroso. Ellos no son los abanderados de los humildes, aunque se perciban así. Son fabricantes de pobres y constructores de negocios espurios que trabajan fuertemente para acceder al mando y garantizarse estabilidad económica familiar de por vida para sus próximas generaciones.

No quieren el poder para cambiar la realidad o mejorar la calidad de vida a los mortales, sino para abusar de su manejo engrosando sus bolsillos y manipular a los votantes para permanecer impunes gobernando por décadas. Ya no engañan a casi nadie. La sociedad se ha despertado y no compra más sus cuentos de hadas.

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