La esperanza venezolana

El pueblo de Soledad, hoy conocido como Ciudad Orinoco, es un perdido rincón de la Venezuela profunda, ubicado en el extremo sur del estado Anzoátegui.

Con una población apenas superior a las doce mil personas, los habitantes de Soledad vivían hace tres o cuatro décadas, antes de que existiera internet, pendientes de Ciudad Bolívar, capital del estado del mismo nombre y su vecina natural al otro lado del Río Orinoco.

La vida cruzando el río era la misma de cualquier ciudad; pero en aquel pueblo, al que la Carretera Nacional había ladeado completamente en su acceso al Puente Angostura, era bastante rutinaria. Llegaba a su clímax en las horas tempranas de la tarde, cuando las chapas de zinc y el asfalto refractaban inclementes el insoportable calor, remembrando a cada paso las fétidas sensaciones con las que Gabriel García Márquez solía aderezar sus novelas.

El tedio se interrumpía al caer el sol, cuando la chismografía popular dejaba de hablar del muerto del día o de las audacias de mengano con fulana o fulana con mengano, y se concentraba en conocer el resultado de la “lotería” local.

– ¿Qué salió? –  preguntaba un vecino al otro.

– Salió jirafa!  – comentaba el aludido.

– Qué suerte la del compadre que dicen que jugó jirafa hoy- replicaba el primero.

– Así es la vaina!… su compadre ya tenía bastante plata y tiene un poco más ahora, pero usted sabe… la plata llama a la plata. Habrá que seguir probando mañana…

Un diálogo similar se repetía a diario por todo el pueblo, de lunes a viernes.

Sábados y domingos, las riñas de gallos, la cerveza y el ron, a veces matizados con eventos de toros coleados, focalizaban la diversión.

Pero entre semana, lo único que variaba era el animalito ganador.

La lotería de los animalitos era un fenómeno social curioso. Puede que muy pocos o tal vez nadie en el pueblo haya presenciado el sorteo, pero muchos participaban de él y consultaban a diario los resultados. Más que una apuesta, el juego era un entretenimiento con exclusividad local y daba a los habitantes del pueblo sensación de arraigo y pertenencia.

De lunes a viernes por la mañana, “agentes” de la señora que lo organizaba, recorrían el pueblo para recoger las apuestas. De un cartón con diversos animalitos, los apostadores elegían uno y pagaban su jugada. Al caer la tarde, la organizadora anunciaba el animalito ganador. Todo el mundo acataba sin protestar el anuncio; y como la “suerte” beneficiaba a distintos afortunados cada día, todos sonreían a la señora con la esperanza de ser beneficiados alguna vez. Dejar de jugar, significaba “salirse del club”, perder la esperanza de ganar algún día y no tener de qué conversar con los vecinos.

Un vecino así de “descarriado”, podía sentirse mal mirado por sus pares.

El anuncio del Consejo Nacional Electoral anunciando el resultado “inapelable” de la elección la noche del 14 de abril de 2013 en Venezuela, nos recordó el cuento antes citado.

Un casi 50 % de los venezolanos reaccionaba indignado pero impotente ante la prepotencia electoral disfrazada de democracia y la legitimación del castrochavismo en el poder.

Otro casi 50 %, con clara conciencia de lo que ocurría, permanecía sereno acatando el anuncio del ganador y evitando cualquier actitud contraria al oficialismo, por miedo a quedar fuera del club y perder la posibilidad de mantener u obtener algún beneficio del gobierno.

Todos los ciudadanos con derecho al voto eran conscientes de lo que esa noche estaba ocurriendo. Sólo unos pocos privilegiados festejaban de verdad su nueva victoria impuesta.

El régimen, utilizado en su beneficio propio la buena fe de algunos y el miedo a “no merecer ser del club” de otros, fallecido Hugo Chávez, validaba un nuevo presidente.

El fascismo funciona así; entre la farsa, la intimidación, la adulación y el temor al acoso social digitado desde el poder. La ministra de Cárceles amenazaba por aquellos días al candidato de la oposición con la celda que le tenían reservada, donde lo harían “…cambiar de forma de pensar y volverlo más humano…”, el presidente electo Nicolás Maduro, ante los ojos de quien quisiera verlo, golpeaba con saña su puño derecho en la palma de su mano izquierda y luego alzaba su brazo extendido.

La transformación del castrochavismo del comunismo perimido al autoritarismo fascista, se había consumado.

De aquella noche han transcurrido más de once años y Nicolás Maduro va hoy otra vez por la reelección.

“El poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente”. La frase de Lord Acton acuñada en el siglo XIX cada día más vigente.

Los resultados de las encuestas más confiables muestran claramente las tendencias que marcan la voluntad ciudadana y si las elecciones fueran libres y democráticas, el candidato oficialista perdería de manera aplastante.

Pero la constante complicidad de algunos países y la cómoda paciencia de otros, han permitido que ocho millones de venezolanos vivan repartidos por el mundo, mientras el dictador cocina sin disimulo alguno el resultado de una nueva elección, para perpetuarse en el poder.

Lo mismo ocurrió cuando fue reelecto en 2018 y aquí seguimos, repitiendo los mismos temas y tolerando los mismos abusos de poder y operaciones antidemocráticas.

Pero esta vez existe una diferencia; el régimen se agotó y su final parece estar a la vista.

Sólo el temor a una victoria pírrica que termine impidiéndole negociar su salida y las de sus secuaces del poder en cierta calma, podría modificar un resultado que, como si de un juego se tratara, parece poder manipular a su antojo.

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