El antagonismo como estrategia central

La política contemporánea parece estar obligada a respetar las reglas de ese perverso juego en el que lo único que vale es estar en las antípodas del adversario. 

Nadie dice que se trate de un modelo novedoso. Ha existido por décadas, pero ahora, con mayor conocimiento disponible, un modo más profesional y menos intuitivo que en el pasado, lo único que se considera valioso es estar en la vereda opuesta de ese otro espacio que polariza con el propio.

En ese esquema se invita a descubrir salvadores en los márgenes, en ese límite en el que indudablemente se combate al que osa estar del lado inverso, en ese ámbito en el que no hay lugar para dobleces ni medias tintas, para timoratos ni mesurados, sino que solo sirve estimular a los que exacerban al máximo la diferencia.

El foco está puesto en no ser “tal cosa”, en estar en las antípodas de lo inadmisible. Para eso vale casi todo. Apelar a las descripciones sobre los resultados de una gestión, pero también caer en cuestiones más controversiales como el clasismo, el odio y hasta la mentira para demoler al rival.

El problema de ese formato no es lo electoral. De hecho, en la literatura especializada indica este tipo de prácticas como una forma muy efectiva de cautivar votantes, apelando al rechazo de muchos de ellos hacia un grupo político en cuestión. Ser “anti” algo es altamente redituable en las urnas y eso incentiva a muchos dirigentes a seguir esa hoja de ruta.

En tiempos de campaña, de proselitismo, los discursos se tornan grandilocuentes, las frases alcanzan un volumen mayor para tener un impacto superior y aplausos ilimitados. El medio para lograrlo es sobreactuar, con posturas muy elocuentes, narrativas apocalípticas y vaticinios que anticipan invariablemente catástrofes inéditas.

Todo esto sería meramente anecdótico si no fuera por las dramáticas consecuencias que traen consigo esas retorcidas metodologías. Es que ese derrotero arruina todo a su paso, divide a la sociedad, clasifica a las personas y las va alejando de la chance de trabajar colaborativamente.

Los complejos dilemas del presente no se resolverán jamás si no se pacta un mínimo de consensos. Nadie aspira a una unanimidad que anule las discrepancias, pero sí es deseable localizar ciertos acuerdos elementales que son vitales para vivir en comunidad.

Si las supuestas soluciones emergen de una lucha sin piedad difícilmente exista la posibilidad de que esas medidas tengan la legitimidad suficiente para prosperar y menos aún para perdurar generando respetabilidad.

Aun en la hipótesis de que fueran aprobadas en una coyuntura especial algunas decisiones muy convenientes, sólo conseguirían aterrizar transitoriamente hasta que las mayorías eventuales que dieron lugar a esos avances muten pendularmente y esa delgada ventaja que permitió un triunfo desaparezca mágicamente.

Los expertos en negociación siempre sostienen que si no existe un acuerdo que satisfaga razonablemente a las partes, si alguno se siente ultrajado en sus aspiraciones y ha debido ceder demasiado para continuar, inexorablemente esa conducta conduce a una suerte de compensación que proviene de una búsqueda de revancha que equilibre lo anterior.

Si una victoria en los comicios se basa exclusivamente en la “destrucción” del otro en tanto es un enemigo que se debe aniquilar, pues como corolario de esa concepción solo se puede esperar una réplica equivalente o hasta desproporcionada que buscará la mejor oportunidad para concretarse.

La idea de emular la lógica de la guerra no parece ni inteligente ni eficaz. Hasta ahora no ha podido demostrar su pertinencia y mucho menos aun su capacidad para dar vuelta la página después de las tragedias superadas.

Las sociedades avanzan seriamente como producto de un debate profundo previo al voto popular. Esas ocasiones que la democracia ha instituido periódicamente son solamente una oportunidad para plasmar una visión y una clara instancia para seleccionar a los mejores implementadores.

La moderación ha perdido adeptos tal vez porque se ha construido una narrativa absolutamente manipulada en la que esa categoría de líderes ha fracasado. Es un poco raro el análisis porque tampoco emerge con claridad que los extremistas hayan conseguido algún éxito del que puedan ufanarse.

Mas allá de los estereotipos quizás valga la pena reflexionar en que tipo de comunidades se quiere habitar. Una opción, la que muchos alientan, es la de la confrontación permanente, la identificación del enemigo, la pulverización del contrincante como un fin en sí mismo. El sometimiento a lo que “ellos” representan implica exterminarlos políticamente y reducirlos a su mínima expresión.

Para muchos eso suena convocante, aunque más allá de las temerarias superficialidades de esa mirada, resulta extremadamente impráctico y hasta peligroso de cara al porvenir por lo que sucederá en el futuro como respuesta a esa forma de ver la convivencia social.

El otro sendero es el de la sensatez, la edificación trabajosa de consensos básicos que permitan transformaciones sustentables, caminos más predecibles que eludan la inconducente batalla cíclica de refundar todo en cada turno electoral.

Esa modalidad tal vez permita acercarse, dialogar, encontrar aspectos comunes que acoten las disidencias y permitan enfocar las energías. Claro que no es fácil, pero la estrategia de los antagonismos solo ha traído hasta aquí, tropiezos esperables, desencuentros lamentables y un clima hostil poco alentador para quienes solo desean vivir en paz y prosperidad.

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