A estas alturas nadie duda de la correlación directa que existe entre el posible éxito de la gestión económica del gobierno y su sustentabilidad política. Por ese motivo todos los observadores serios registran con tanto interés las opiniones de los especialistas para intentar comprender el porvenir.
La mayoría de los argentinos ve con enorme entusiasmo lo que viene. Muchos imaginan un país progresando, creciendo a paso firme y desarrollándose en lo social. En diversos sondeos de opinión se confirma este optimismo. Aun con matices son más los que piensan en positivo que los que se han resignado a un nuevo tropiezo.
No se trata de visiones ideológicas profundas o de cuestiones técnicas. La percepción de ese grupo de ciudadanos es que se está transitando por el sendero adecuado y que eso llevará a buen puerto inexorablemente. Esa presunción no está apoyada meramente en el deseo irracional de que eso ocurra sino en algunas señales concretas que sirven para confirmarlo.
Del otro lado del mostrador una importante cantidad de individuos están angustiados por el presente y no creen que esta historia tenga un final feliz. Ellos se ven inclinados a vaticinar una estrepitosa crisis y una situación trágica para el futuro que se avecina.
En ese sector se entremezclan los opositores viscerales, los que perdieron sus privilegios al cambiar el signo político que controla el poder y otros que esperaban soluciones veloces que no aparecen con la contundencia que ellos imaginaban.
Se pueden entender los sesgos discrecionales, las preferencias personales y hasta las simpatías o antipatías que carecen de asidero. Eso forma parte de la naturaleza humana y nadie debería horrorizarse por actitudes tan simplistas como habituales en cualquier época.
Lo difícil de asimilar es la larga lista de pronósticos tan disímiles. Y mucho más aun es complejo de justificar el nivel de vehemencia de ciertos comentarios especialmente los que provienen de los supuestos expertos que suelen recurrir a estudios de cierta neutralidad amparados por alguna metodología científica o al menos con argumentos que se soportan en datos.
Cuando los que aplauden o reprueban son políticos todo es más sencillo de visualizar y hasta de testimoniar. La tradición de esa actividad es la grandilocuencia, la retórica ampulosa y la verborragia florida que genera emoción en la tribuna que demanda un poco de “show” a la hora de fijar posturas.
En esa dimensión, casi todo vale. Lo que se dice tiene un valor simbólico y todos anhelan que las frases sean fuertes y dejen una huella a su paso. Es esa la lógica de ese perverso ecosistema adicto a la pirotecnia verbal, esa que aspira a sumar votos o al menos a contentar a los partidarios del espacio propio.
Cuando esa misma dialéctica es utilizada con tanto énfasis por catedráticos que proyectan cifras aparentemente verosímiles y que adicionalmente cargan las tintas con cierto dramatismo a sus ya potentes afirmaciones hay derecho a desconfiar de esa extraña conducta.
Es razonable escuchar a muchos economistas que explican con serenidad y convicción como es que este programa económico funcionará trayendo prosperidad a una nación que necesita cambiar esa inercia que por décadas la sumergió en el pantano.
No menos relevante debe ser tomar nota de los que despotrican contra lo que se está haciendo, o inclusive quienes objetan el modo instrumental de llevarlo a la práctica, marcando aspectos que podrían ser subsanados o advertidos como un efecto negativo a corregir o quizás simplemente a asumirlo como un costo lateral de una estrategia más ambiciosa que se ha diseñado previendo una secuencia de etapas sucesivas.
Esa nómina de personajes mediáticos, que exhiben predicciones repletas de conceptos, y pocas veces respaldadas con datos, parecen más subjetivas opiniones deliberadamente contrarias que informes profesionales que emergen de un análisis ecuánime.
Por momentos da la sensación de que esos agoreros del fracaso hablan más desde el despecho que desde su imparcial mirada técnica. Cuando se repasan sus nombres se individualizan a personas abiertamente enfrentadas con los gobernantes, particularmente con a título individual con el Presidente.
Es paradójico, pero varios de ellos eran muy amigos, compartieron atriles, seminarios y conferencias y se pueden encontrar un sinfín de fotos en común si se busca en internet. De hecho, algunos pudieron ser funcionarios y se repartían elogios mutuos hasta hace pocos meses atrás. Es raro, y no deja de llamar la atención esta “casualidad”.
En otros casos las críticas con idéntica tendencia provienen de quienes hubieran sido convocados a ocupar cargos trascendentes si es que hubiera ganado la elección otra alianza electoral. Su visión también sorprende ya que cuesta asumir que hablan desde una posición objetiva. Su animosidad no habla bien de ellos.
La gente de buena fe, que los hay y muchos, critican también y con dureza, pero en todos los casos muestran genuina preocupación por ciertos indicadores, plantean posibles soluciones alternativas y sobre todo no convierten sus advertencias en un ataque personal o en una andanada de adjetivaciones personales que poco tienen que ver con el punto que emerge como el aparente escollo a resolver.
Quizás sea tiempo de blanquear las enemistades. Siempre es bueno saber desde dónde habla cada uno con absoluta transparencia para que los desprevenidos no sean estafados por los oportunistas o por los resentidos que nunca faltan a la cita y que no soportan ser ignorados.
Lo que está en juego es el progreso y el bienestar de millones de personas. Usar a los ciudadanos como un tablero para jugar a los egos y destilar las frustraciones personales no es de gente de bien. Las virtudes humanas se ejercen cada día. En este caso las mezquindades están saliendo a la luz sin disimulo.