El liberalismo, Chile y lo bueno por venir.

A más de cincuenta años del sacudón cultural que el mundo hoy identifica como el “Mayo Francés”, cabe observar con detenimiento el desarrollo y evolución de aquel proceso, que por su masivo e imprevisto estallido se asemeja bastante a lo ocurrido en Chile.

El inicio de aquella revuelta se debió a diversos factores, resumibles como la necesidad impostergable de una generación, de expresar de manera contundente sus frustraciones. El “prohibido prohibir” clamaba por un Estado menos voraz e interventor y por el fin de los abusos.

Era 1968 con The Beatles en su apogeo y la creatividad a flor de piel. Vientos de cambios hacían vibrar al mundo por aquellos días. El 20 de agosto, luego de meses de heroica resistencia checa, 200.000 soldados y 5.000 tanques del Pacto de Varsovia invadieron Checoslovaquia y entraron a Praga aplastando a su paso a todos los que pretendieron oponerse. Las protestas de los intelectuales desde Occidente, los mismos que meses antes se habían autodesignado intérpretes del estallido social en Francia, fueron casi inexistentes.

Para aquellos pensadores, la bandera de la libertad podía ser defendida o no, dependiendo de hacia donde se mirase. Una cosa era atacar al gobierno francés desde una cómoda trinchera democrática de Occidente y otra, muy distinta, arriesgar su aduladora y siempre bien retribuida adhesión a la nomenklatura soviética.

En Francia, el apoyo de los sindicatos, la huelga general y las negociaciones que pusieron punto final al conflicto, fueron cuidadosamente manipuladas, con el estilo habitual que caracterizó a la Guerra Fría. Durante cincuenta años, el mundo pensó que aquella fue una revuelta de izquierda y no fue así.

El movimiento inicial llevaba como estandarte ideas liberales. Entre las más identificables se destacaban la revalorización del individuo frente a la voluntad general; la puesta en descubierto de la incapacidad del Estado para promover la felicidad de la gente; la desconfianza a todo lo que pudiera considerarse “autoridad estatal”; la limitación del poder; la igualdad de derechos de la mujer; la liberación sexual y otras.

Los liberales franceses, lejos de identificarse con algunas de las reivindicaciones reclamadas e intentar liderar y conducir el movimiento, guardaron silencio o se mimetizaron con los conservadores y el poder.

La confusión era tal, que un liberal reconocido como Raymond Aron, se volvió conservador ante esa coyuntura, por temor a un quiebre institucional. La oportunidad de poner al derecho natural por encima de un derecho positivo que a todas luces mostraba su fracaso y fragilidad, pasó desapercibida. Al igual que ocurrió con Montesquieu durante la Revolución Francesa, las ideas fueron desplazadas por el populismo oportunista. Ordenaron el caos creando nuevas comisiones y más estatismo. El individualismo fue literalmente ignorado, en nombre del orden social.

El socialismo estaba de moda. La propaganda publicitaba las bondades del comunismo, que a su vez aparentaba ser opuesto al fascismo y al nazismo; pero ninguna de esas corrientes ideológicas amparaba a los cientos de miles de individuos dispuestos a rebelarse contra el estatismo, que era el verdadero foco del problema.

En cuanto a los intelectuales de izquierda, encontraron en el Mayo Francés la perfecta excusa para derramar ríos de tinta atribuyéndose una revolución que ni siquiera vieron venir, como el propio Jean Paul Sartre declarara. Encargados de contar la historia, la falsearon una vez más con sueldos pagados desde Moscú. De lo ocurrido en Praga, prefirieron no ocuparse.

En 2019, América Latina sigue intentando despegar al tiempo que mantiene enormes deudas sociales por resolver. En ese contexto Cuba, que desde 1959 estableció su dictadura de partido único, ha logrado imponer su dominio en Venezuela y amenaza con extender sus tentáculos al resto de la región. Son países cuyos ciudadanos viven esclavizados por regímenes corruptos, donde la prepotencia y el despotismo aplastan cualquier vestigio de libertad, la que funciona solo para los dueños del poder y sus amigos. Arrasados sus territorios y destruidos sus aparatos productivos, ahora miran en su entorno tratando de perpetuarse y aplauden lo ocurrido en Santiago.

Chile, el país que había logrado implantar un modelo económico definido a través de décadas de estabilidad y del paso de diferentes gobiernos en su mayoría de izquierda moderada, despertó de un día para el otro, convertido en el país de la angustia y al borde de la anarquía.

No puede decirse que nadie lo vio venir. El sociólogo y periodista Fernando Villegas, comienza su profético y a la vez apocalíptico libro “Tsunami”, publicado en 2016, con esta frase: “Usted puede llamarla como quiera, esconder la cabeza como quiera, engañarse a si mismo como quiera, pero lo que hoy vive Chile es una revolución”. A través de su obra, Villegas analiza hechos y personajes, haciendo una disección de actualidad de la sociedad chilena y anunciando un próximo estallido social que ahora se volvió realidad.

A nadie escapaba el hecho de que el llamado “neoliberalismo chileno” era en realidad un mercantilismo conservador, con fachada de mercado abierto e igualdad de oportunidades. Más de un millón de personas manifestando pacíficamente en Santiago hace pocos días, han demostrado su muy válida disconformidad con el sistema vigente y su anhelo de vivir en una sociedad abierta, pero solidaria e inclusiva.

A diferencia del Mayo Francés, donde la espontaneidad inicial derivó en anarquía generalizada, Chile fue sacudido por un vandalismo sin precedentes con visos de terrorismo organizado, para luego ir dando paso a las protestas y manifestaciones pacíficas más multitudinarias de su historia.

Debido a la particular normativa que rige su aplicación por parte de los organismos a cargo, nadie reclama por los derechos humanos de los miles y miles de personas humildes que ya no pueden utilizar el metro como medio de transporte porque fue incendiado por terroristas, ni abastecerse en el supermercado de su barrio porque fue saqueado por delincuentes.

Los manifestantes no parecen tener voceros que los representen y cuesta vislumbrar con claridad una salida a la crisis.

Curiosamente, tal como ocurrió en la revolución rusa o en el Mayo Francés, la extrema izquierda comienza su tarea de agitar las masas intentando pescar en río revuelto, respaldada y posiblemente aconsejada por sus colegas castro-chavistas. Fracasado y en extinción el comunismo, son actualmente para ellos el “modelo” a seguir. Pero Chile es un país de avanzada, diferente, pujante y los manifestantes han demostrado estar alertas contra esos engañosos cantos de sirenas.

Nadie pone en duda que el Estado debe ser sólido y efectivo, asegurando el orden público y el buen funcionamiento de educación, salud y justicia; de eso se trata. Todo lo demás es negociable o discutible y de buena parte de la tareas y soluciones que se requiere implementar, puede ocuparse la gente a través de las comunas y desde la sociedad civil.

Con respecto a los reclamos ciudadanos, se requiere avanzar hacia un liberalismo social que reafirme el reconocimiento a cada individuo como dueño de su propio destino y asegure las herramientas necesarias para vivir con dignidad y sin angustias, crecer con autonomía y estimular la asociación espontánea con sus pares cuando lo considere necesario, para defender o mejorar su casa, su familia, su negocio, su cuadra, su barrio, su ciudad o su país.

El mejor antídoto para el caos es ejercer la libertad.

Lo saben los manifestantes. Intentan ignorarlo, a conciencia plena, algunos de sus intérpretes.

La manipulación ideológica del Mayo Francés, no debería repetirse en el Octubre Chileno. De lograr impedir la instalación de ese flagelo, Chile, acostumbrado por siglos a reconstruirse y a salir adelante después de cada terremoto, pasará a ser ejemplo de resiliencia, paz, justicia y convivencia social, para bien de todos los chilenos y de toda Latinoamérica.

Que todo sea para bien.

 

(Publicado originalmente en Voces de Libertad, Independent Institute, el 11 de noviembre de 2019)

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