El pánico que estremece a los opositores

La inusitada impronta oficial dejó fuera de cuadro a los analistas políticos tradicionales. Los partidos siguen desorientados sin comprender muy bien ni el escenario ni las flamantes reglas de juego que parecen estar desplazando a las históricas.

La sociedad emerge dividida en tres grupos relevantes. Por un lado, están los entusiastas que entienden que el rumbo elegido es el adecuado y que hay que apostar por este cambio que promete nuevos horizontes.

Por otro lado, están los más escépticos que se muestran muy seguros de que este sendero conduce inexorablemente a un estrepitoso fracaso y a la consecuente necesidad de volver a reeditar las fórmulas del pasado.

Un tercer grupo deambula dentro de una zona gris, ambigua y difusa, en la que conviven la esperanza de que al final del túnel podría asomarse la luz y los que todavía no están completamente persuadidos de que la salida esté a la vuelta de la esquina.

Los gobernantes parecen muy aplomados y absolutamente confiados de que esta hoja de ruta traerá múltiples satisfacciones. Repiten hasta el cansancio que una vez que la inflación sea derrotada el camino de la recuperación y del crecimiento será inevitable.

Los que no apoyaron en las urnas a esta propuesta obviamente son críticos y aprovechan cualquier tropiezo, independientemente de su magnitud, para despotricar contra los actuales funcionarios. Esa actitud es muy esperable. Después de todo responde a la lógica clásica de la política doméstica.

Lo novedoso no está en la dinámica discursiva que es casi de manual, sino en el inocultable temor de una clase dirigente que siente un pavor incontrolable, absolutamente desconocido hasta hoy.

Es que esta vez, a diferencia de otras, hasta los más negados intuyen que este “experimento político y económico” sólo puede salir muy bien o muy mal. Si bien esto no es necesariamente verdadero, por momentos perciben esta dualidad como algo muy tangible y hasta próximo en el calendario.

Eso quizás explique parcialmente el apuro por bloquear iniciativas para de ese modo complicar el escenario con rechazos a proyectos parlamentarios o huelgas nacionales apresuradas.

Se nota, sin disimulo, la desesperación de ciertos actores políticos por acelerar los acontecimientos. Es que tal vez ven con claridad que los tiempos favorecen al gobierno y por ese motivo no hay que otorgarle chance alguna de que pueda exhibir triunfos de ninguna índole.

No pueden asimilar los niveles de acompañamiento popular a las medidas siendo que la situación recesiva y de ajuste es tan palpable. Pensaban que la paciencia cívica sería menor, que todo estallaría por los aires y que un gobierno sin mayoría en el Congreso perdería sustentabilidad rápidamente.

Eso, al menos por ahora, no es lo que está pasando. Muy por el contrario, y a pesar de las angustias cívicas, buena parte del electorado que manifestó su opción democrática sigue creyendo que hizo lo correcto y que hay que otorgar una generosa oportunidad para plasmar las ideas planteadas en campaña en acciones concretas.

Pero algo más profundo está ocurriendo puertas adentro de la política y de la opinión pública. No se trata solo de una cuestión partidaria o meramente electoral. No sólo los lideres de ese espacio están preocupados, también los referentes ideológicos funcionales a esa visión manifiestan su desconcierto.

En esa grilla aparecen académicos, intelectuales, comunicadores, empresarios prebendarios y hasta famosos personajes de la cultura y el deporte que no ocultan su incomodidad frente a esta singular circunstancia.

No lo afirman en público, pero sí en privado. Inclusive a veces cometen actos fallidos en sus alocuciones, reconociendo que parte de lo que se está haciendo era necesario o que algunos excesos no podían ser justificados.

Aceptan, a regañadientes a veces, que la corrupción y el despilfarro no deben ser admitidos, que los privilegios y las arbitrariedades no tienen cómo ser explicadas racionalmente. En esos temas no tienen escapatoria alguna y quedan sin palabras, aun cuando desearían defender a sus líderes.

En realidad, el foco del asunto está mucho más allá de todo lo superficial. Hay algo que los atemoriza mucho más que el debate del presente. Aun los más convencidos de que esto es imposible que pueda funcionar temen que finalmente muchos de los prometedores pronósticos positivos se confirmen.

Si bien no entienden casi nada de economía, leen que las proyecciones locales e internacionales son muy auspiciosas y su intuición les dice que eso puede ocurrir con todo lo que eso implica desde lo político.

No los intimida la batalla política, los asusta la posibilidad de que su narrativa sea exterminada. Que sus argumentos sean abatidos por la realidad, que los aplaste la experiencia empírica y la vivencia de la gente les quite la escasa legitimidad que aun retienen.

Se pasaron décadas diciendo que la inflación era un fenómeno incontrolable atribuible a los monopolios y a las corporaciones, un daño colateral derivado de la pandemia o de la guerra o de la presión de los organismos multilaterales. Siempre fueron muy creativos para generar una lista infinita de culpables sin hacerse cargo jamás de su ineptitud e impericia.

Si este plan logra detener la inflación y el país inicia un proceso de prosperidad estos “pseudo progresistas” no sólo tendrán dificultades electorales y el poder les será esquivo, asunto que impacta en algunos casos hasta en sus finanzas familiares, sino que además su relato quedará definitivamente desplazado de la discusión pública contemporánea.

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