Repartiendo dádivas

El Uruguay se forjó con el aporte de una inmigración ávida de oportunidades laborales, que llegó al país dejando atrás las miserias de una Europa en la que habían perdido las esperanzas.

La aventura de emigrar incluyó también a muchos menores de edad que, formados en los principios de moral y ética inculcados desde sus propias familias, llegaron a América – muchos de ellos con desconocimiento hasta del idioma – sin saber leer ni escribir.

Aumentando vertiginosamente en la segunda mitad del siglo XIX, esa inmigración transportada a través del Atlántico en la tercera clase de los barcos que arribaban a nuestras costas, debió soportar incluso a veces el rigor de cuarentenas sanitarias estrictas, realizadas en la Isla de Flores.

Con catorce o quince años y sin más conocimiento que el de haber trabajado como aprendices de albañiles, carpinteros, o simples ayudantes en obras de construcción, muchos de aquellos adolescentes llegaban a tocar la puerta de otros compatriotas que hablaran su idioma y los recibieran.

Su primera prioridad era el poder subsistir y de ahí en más y poco a poco, ir abriéndose paso en una sociedad que valoraba el trabajo honesto, el entusiasmo, la creatividad y el aporte que aquellos jóvenes inmigrantes traían consigo.

Su carta de presentación era su tesón y resiliencia. Su esfuerzo por sobrevivir y superarse.

Algo similar ocurría desde adentro con los miles de jóvenes criollos que a lo largo y ancho del país se arrimaban a cualquier estancia para encontrar trabajo, alimentación y cobijo a partir de sus básicas nociones de lo que eran las tareas rurales. Muchos de ellos alcanzaron posiciones de respeto y privilegio a fuerza de sacrificio y formaron familias honorables que todavía perduran y hacen a la esencia misma del ser nacional.

Con los muchos defectos y carencias que aquella evolución social pudiera tener, su resultado fue con el pasar de los años y ya entrado el siglo XX, el de un país próspero y una sociedad que supo priorizar la moral y la ética del trabajo mientras lograba garantizar salud, seguridad, justicia y educación. Una sociedad libre.

Por eso cuando un candidato presidencial anunció su intención de premiar con 6.000 dólares a ciertos estudiantes de bajos recursos por el simple hecho de completar sus estudios secundarios, fue como si el fantasma de un populismo amalgamado con desesperación se apareciera de repente desde un sector político inesperado.

Si algo se pudiera parecer a la idea de buscar “comprar los votos”, sería una propuesta como esa, que buscaría estimular con plata el aprovechamiento de una oportunidad de educación gratuita para sus usuarios – aunque pagada por todos los uruguayos – cuya consecuencia inmediata en caso de funcionar y concretarse, sería para esos beneficiarios la de cruzarse de brazos a la espera de un nuevo estímulo económico estatal.

No se le ocurrió al candidato buscar la forma de desregular y estimular la contratación en trabajos privados dignos de esos menores que parecen estar a la deriva y hoy ni estudian ni trabajan.

Su visión del país que pretende presidir parece incluir la de un Estado dadivoso, que reparta el dinero de todos y genere en lo político popularidad y votos.

Con ciertos conceptos claramente demagógicos, se pierde de vista la importancia de estimular la creación de riqueza y de producir.

Condición sine qua non para que la generosidad se vuelva auténtica y cada uno reparta a su antojo.

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