La honestidad dejó de ser un atributo de la política

En otras épocas los candidatos prometían honradez. Sabían que esa simpática idea seducía votantes. Hoy en día muchos han optado por eliminar de su vocabulario esa clase de valores y se esconden detrás de otras consignas tan vacías como cínicas.

Varios estudios de opinión pública lo confirman. El perfil óptimo del candidato ideal incluye que sea honesto, sin embargo, los protagonistas, a sabiendas de esta demanda, prefieren disimular y hablar de otros tópicos.

La mayoría de los líderes no está en condiciones de superar la prueba ácida que implica explicar cómo han logrado edificar su fortuna familiar, y los qué sí pueden exhibirlo gracias a su exitosa actividad profesional o empresarial, están limitados porque están directamente asociados a personajes de dudosa reputación, o bien reciben ahora, o eventualmente recibirán más adelante, fondos de orígenes bastante opacos.

En ese marco, no queda más chance para los jugadores del momento que hacerse los distraídos y ser creativos a la hora de los discursos para de ese modo surfear la coyuntura y mirar hacia adelante como si el presente no existiera y el pasado se hubiera extinguido.

Eso no significa, de ninguna manera, que todos los dirigentes son deshonestos, pero a estas alturas daría la sensación de que muy pocos pueden pasar el filtro de esta desconfianza cívica masiva que recae sobre la actividad política, por cierto, bastante documentada a luz de los hechos.

Hasta aquí este alegato sólo pretende hacer una descripción tan veraz como potencialmente injusta por su generalización, pero al mismo tiempo apela a invitar a la reflexión para revisar las profundas raíces tan ocultas detrás de esta conducta impropia e inadmisible como comunidad.

Los votantes afirman con vehemencia que los políticos roban, que son ladrones. Están completamente seguros de que esa presunción es exacta al punto tal que se han resignado a que esa actitud delictiva de apropiarse de lo ajeno sea tan habitual, tan partidariamente transversal, como socialmente aceptable, a pesar de lo despreciable que eso resulta.

Esa lógica los ha llevado también a consolarse con la eficacia de la política, asumiendo que «roban, pero hacen». Después de todo, si se van a quedar con el dinero de todos, que al menos dejen un legado visible, algo tangible que los ciudadanos puedan disfrutar y recordar como herencia de la gestión.

Ante esto, muchos obviamente se espantan. Entienden que es indecente que la gente avale mansamente este perverso esquema sin decir absolutamente nada, sin denunciar judicialmente, sin al menos gritarlo a viva voz. Eso genera una dolorosa impotencia, una frustración destructiva, bronca ante la indiferencia, pero también una enorme culpabilidad al sentirse cómplice de lo evidente y admitir no tener el coraje suficiente para oponerse a esta inercia arrasadora.

Algunos, en una épica simplista podrían sostener que se trata no sólo de políticos corruptos, sino también de ciudadanos intrínsecamente inmorales, carentes de una ética mínima que los empuje a reaccionar activamente ante semejante despropósito cotidiano.

Los más audaces buscarán explicaciones antropológicas, otros le asignarán responsabilidad a los primeros habitantes de este territorio o quizás culparan a los inmigrantes que poblaron estas tierras y trajeron consigo sus costumbres.

Tal vez no tenga demasiado sentido esa discusión. Poco se podría hacer al respecto cualquiera fuera la conclusión. Ahora hay que definir qué hacer ante el dilema concreto que se atraviesa en esta controversial etapa.

Claro que se deben revisar los estándares morales si se quiere salir de este laberinto, pero no menos cierto es que resulta vital revisar la secuencia que estimula los comportamientos aberrantes de la política tradicional que no solo continúan, sino que se perfeccionan con una avaricia inadmisible.

Muchos de ellos, en privado, argumentan tímidamente que esa opinable forma de actuar es el «único» camino que encontraron para financiar la complejidad de la actividad partidaria. Para exculparse sostienen que si así no fuera solo los ricos podrían ser candidatos y eso excluiría a los ciudadanos «normales». Suena complaciente y muy conveniente para los intereses de esos interlocutores que luego no solo usan recursos para su despliegue, sino también para engrosar su patrimonio obscenamente.

La sociedad merece un debate serio al respecto. Lo improcedente no se convierte en correcto por arte de magia. Esta película puede terminar institucionalmente muy mal, de hecho, hoy el prestigio de instituciones como el parlamento o la justicia están destruidos. Nadie cree en los organismos de control ni en las auditorías. Sienten que son todos lo mismo, parte de una corporación que tiene acuerdos oscuros para mantenerse en el poder a cualquier precio y que las disputas son una parodia de la realidad.

El desafío no pasa por la infantil postura de rasgarse las vestiduras, ni buscar a los «Robin Hood» dispuestos a inmolarse para enfrentar a los poderosos. Se trata de construir una agenda seria que permita discutir a fondo, destrabar lo elemental como el financiamiento de la política, sincerarlo como corresponde y dejar de lado la comodidad que otorga la hipocresía para buscar un sistema razonable que permita recuperar la credibilidad de la política y devolverle valores claves a la democracia.

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