Desdramatizar la política y la economía

Una dinámica tan ridícula como inercial impregna a la sociedad de un modo perverso. Presentar al futuro como una inexorable tragedia no sólo no resuelve literalmente nada, sino que aleja cualquier chance de enfocarse en las soluciones posibles.

Es una lamentable práctica que lleva siglos pero que en las últimas décadas parece potenciarse sin encontrar un techo razonable. El debate invariablemente se dirime entre versiones extremas que aspiran a instalar perspectivas completamente contrapuestas.

Según a quién se escuche unos entienden que los que ahora gobiernan son los peores mientras otros indican que son los mejores. No importa el territorio en el que se plantee esta discusión, los oficialismos dicen ser la garantía para que no reine el caos y los opositores se ufanan de ser la única opción para que la nación no se desintegre.

Quizás alguna vez eso ocurra finalmente. Sería muy osado negar anticipadamente ese desenlace, pero la evidencia empírica dice exactamente lo opuesto. En general, lo que se observa es que casi siempre las comunidades no se suicidan ni los países desaparecen. Pueden identificarse mutaciones que exhiben progresos o involuciones, pero nada de lo grandilocuentemente pronosticado termina verificándose.

Con la economía pasa algo bastante similar. Los colapsos anunciados jamás suceden. En todo caso emergen crisis relevantes de diferente magnitud que son luego evitadas parcialmente o enfrentadas con variado éxito por los gestores del poder de turno.

El periodismo y los medios de comunicación tampoco ayudan. La necesidad de elevar el tono a cualquier noticia para darle cierta espectacularidad lleva a otorgarle una significación a determinados acontecimientos que no tienen intrínsecamente por sí mismos.

El advenimiento de las redes sociales y la democratización de la opinión cívica aporta mucha riqueza al intercambio de ideas, pero a veces apalanca peligrosamente los malos hábitos de una manera tan inexplicablemente audaz como temerariamente irresponsable.

Quizás sea tiempo de recuperar la sensatez y la cordura. Claro que los políticos pueden administrar la cosa pública con mayor o menor talento, con altos niveles de profesionalidad o con escasos recursos técnicos, y es obvio que logran resultados aceptables o de baja calidad, pero convertir esos conceptos en absolutos no permite una aproximación a la realidad.

Si efectivamente se pretende ir al hueso para ocuparse de los asuntos más trascendentes, con la seriedad que la circunstancia amerita, eso requiere de templanza y equilibrios, aspectos muy ausentes en la dirigencia actual.

Sería injusto endilgarles toda la responsabilidad a esos liderazgos. Claro que la tienen, pero nada de eso podría llevarse adelante sin la complicidad ciudadana que prioriza una conducta impropia, indisimulablemente “tribunera”, que se comporta infantilmente, validando gestos que son indignos, premiando a los más nefastos e incitándolos a reciclar sus canalladas.

Esta no es la última oportunidad del país, ni la peor ni la mejor. Es una posibilidad que no se debe desperdiciar, como ninguna otra. La coyuntura puso en el tapete esta eventualidad y lo que corresponde es poner el máximo esfuerzo para minimizar los efectos indeseados y maximizar los aciertos.

Cada votante tiene todo el derecho a creer que el camino elegido es el adecuado o estar convencido que no es este el rumbo, pero ninguna de ambas posturas debe invitar a hacer ponderaciones desproporcionadas. Esa impronta solo consume energías en disputas estériles e improductivas que no conducen a buen puerto.

Eso no significa que todo de igual o que cualquier política pública sea idéntica a la otra, o que sus resultados sean neutros. Lo que no es saludable es creer que todo se derrumbará de la noche a la mañana o que la prosperidad será inevitable si alguien gana o pierde una elección.

Lo que muestra la historia es que algunas naciones crecieron y se desarrollaron por una secuencia de buenas decisiones, consistentes, sostenidas en el tiempo y defendidas por unos y otros. Los volantazos que llevan de banquina en banquina no deben ser elogiados. El éxito no es un golpe de suerte sino la consecuencia ineludible de una combinación de virtudes.

Por esa razón el debate político y económico necesita encontrar un cauce. No se trata de conseguir acuerdos en todo ni de elaborar un programa de enormes coincidencias, sino una nómina de reglas que en un marco general garanticen una continuidad mínima para apreciar su eficacia y transmitir a todos los interlocutores que el sendero seleccionado cuenta con cierto consenso esencial, siempre sujeto a tonalidades y singularidades de quienes conducen en cada momento.

La grieta y las divisiones no son parte de esa receta. Las diferencias sí deben estar, ya que alimentan el proceso y permiten ajustar las velas en cada ocasión que sea imprescindible. El reto es complejo y difícil pero el primer paso es salir de esta crónica actitud de dramatizar todo. Eso no permite ponerse a trabajar en lo importante y se debería entender que esa es la prioridad.

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