La connotación negativa vinculada a la idea de reducir el gasto estatal sigue siendo una barrera para abordar lo imprescindible. Postergar esta posibilidad viene siendo extremadamente cruel con quienes no tienen cómo eludir las atroces secuelas de la inflación.
Cada vez con más convicción la visión de poner en su lugar a los gobiernos que utilizan imprudentemente el dinero de los contribuyentes gana consenso. Todos coinciden en que existe un despilfarro injustificable, una malversación sin disimulo además de una corrupción obscena y nada de eso puede ser seriamente defendido desde lo argumental.
No es más que la conclusión del sentido común. No se trata de una mirada ideológica como algunos pretenden que sea considerada esa consigna. La inocultable impericia para resolver los problemas centrales ha puesto en el tapete que los abultados presupuestos en manos del Estado no son sinónimo de soluciones tangibles y que sólo han servido para ejecutar las peores prácticas proselitistas.
En ese contexto y a pesar de las coincidencias respecto del diagnóstico, siempre aparece un freno para iniciar el sendero de la sensatez. Los mismos que aceptan que este formato es inviable, cuando se plantea la necesidad de hacer recortes significativos ante las elocuentes ineficacias, sostienen que, a pesar de todo, no se deben hacer grandes cambios ya que las consecuencias de un ajuste serían letales para los más pobres.
Dada esa premisa, que cuenta con gran adhesión popular, quien insiste en avanzar termina siendo un despiadado y despreciable personaje que sólo prioriza la macroeconomía, los intereses de los poderosos y que exhibe sin pudor su escasa humanidad para analizar los dilemas del presente.
En sintonía con ese mismo paradigma los que se resisten a racionalizar el gasto son los adalides de las causas sociales, los sensibles defensores de los desposeídos, los que priorizan la inclusión como bandera. Suena romántico, pero omiten en sus reflexiones aquello que resulta imposible de esconder en esta era y que tiene que ver con la miseria que generan sus delirios.
El “status quo”, eso que promueven a diario, la inmovilidad y el continuismo estructural viene destruyendo todo a su paso. La actual inflación, esa con la que se convive hace décadas, es el corolario esperable de esta forma de concebir la política contemporánea.
No queda claro si no lo entienden, si banalizan los aumentos de precio en la vida de las familias más débiles o si, mucho peor aún, lo comprenden acabadamente, pero son los beneficiarios políticos directos del dispendio y por eso prefieren hacerse los distraídos.
Después de todo si los gobiernos fueran austeros muchos de esos dirigentes no tendrían ni los privilegios que ostentan sin sonrojarse, ni dispondrían de esos millonarios recursos públicos que usan discrecionalmente para repartir y “hacer política”, cargando esa cuenta a los sufrientes pagadores de impuestos que se sacrifican a diario recibiendo a cambio pésimos servicios.
Creer que la inflación es inocua es demasiado infantil. Ese enorme daño comunitario que los irresponsables de siempre infringen a la mayoría es la consecuencia irremediable de la emisión descontrolada de dinero artificial, ese que necesitan para seguir desparramando plata por doquier en actividades de dudosa legitimidad.
Quizás quienes pueden tomar las decisiones de fondo lo miran desde un lugar de excesivo confort. Ellos en realidad no sufren el nefasto impacto de esa clase de determinaciones económicas. En general viven holgadamente, sus ingresos se adecuan a un ritmo tal que les permite mantener cierto nivel y probablemente eso les nubla la vista.
Los que menos tienen no disponen de esa potestad de actualizar sus remuneraciones a la misma velocidad con la que los precios escalan. Sus salarios aumentan inexorablemente con retraso y cuando eso ocurre no sólo es tarde, sino que su capacidad de compra se ve brutalmente deteriorada.
Ellos son los que verdaderamente soportan los costos de la inacción. Esta perversa dinámica que consiste en que nada cambie, beneficia sólo a un estrecho grupo de siniestros energúmenos que se aprovechan de las bondades del sistema para sacar su tajada. La gente no puede disfrutar de este dislate. A estas alturas no hay duda de que son las verdaderas víctimas de esta ridícula e implacable filosofía que los condena a la pobreza sin esperanzas.
Luego de tantos años de equivocaciones al respecto, es hora de tomar las riendas del asunto y hacer lo que hay que hacer. No importa si la palabra es antipática o no, o si se prefiere inventar un nuevo término para encarar las reformas que se deben, pero permanecer en este esquema es mucho más desalmado que resolver el asunto desde sus raíces.
La inflación no es un fenómeno natural ni existen motivos para soportarlo como algo obligatorio. Esto que ocurre es una decisión consciente, avalada por una clase política inmoral que cuenta con la complicidad de una sociedad que teme enfrentarse a su realidad como corresponde.
El camino que se debe recorrer es el del debate profundo acerca de cómo hacerlo eficazmente. Proseguir de esta manera no es una opción inteligente. Ya se conoce como opera este modelo y lo que puede ofrecer. Definitivamente no es esa directriz la que conduce al progreso. Habrá que pensar acerca del cuándo y el cómo, pero hay que dejar de esquivar lo inevitable, al menos si genuinamente se sueña con un porvenir diferente.