El veto presidencial y la institucionalidad

Resulta muy interesante la óptica que vienen instalando algunos sectores cuando las cosas no salen como ellos desearían. Es paradójico que los que han aplastado al sistema y lo pisotearon en múltiples ocasiones se muestran preocupados por el futuro del país.

Quizás es mucho más simple. Como detestan lo que está pasando y son intrínsecamente intolerantes lo que hacen es de manual. Manipulan consignas configurando falsos relatos para llevar agua para su molino. Son tan básicos como lineales, tan predecibles como nefastos.

No obran según sus convicciones sino en función a sus intereses y todo lo amoldan a esa lógica tan perversa como cínica. Juzgan los acontecimientos con un prisma tan ruin como inmoral. Lo de ellos es el poder y las cajas para poder vivir a expensas de los demás sin que nadie tome nota de esa dinámica.

Abundan ejemplos que respaldan esta mirada. Creen en la voluntad popular sólo cuando ganan elecciones, pero cuando ocurre lo contrario y son derrotados sin atenuantes hablan de la ignorancia de la gente y de lo fácil que es confundir a los votantes.

La autocrítica no figura en su vocabulario. En privado asumen sus posibles yerros, pero su arrogancia les impide admitir en público que no saben cómo resolver problemas de fondo, que solo conocen la gimnasia de los parches de corto plazo y que un día todos se dan cuenta que eso no sirve, que no alcanza y los eyecta del mismo modo que los apoyó alguna vez.

El veto es un instrumento de la república. No se inventó ahora y siempre tuvo como objetivo impedir que una mayoría circunstancial impusiera su criterio. Fue pensada como un mecanismo para evitar los abusos de un poder determinado, así como existen otras alternativas para impedir que un cargo ejecutivo arremeta sin límites.

Sin embargo, ahora se empieza a evaluar desde la oposición doméstica como mutar esta herramienta. La polémica no es respecto de este instituto. Jamás les molestó esta posibilidad. De hecho, la han utilizado a destajo, y la historia da cuenta de que cada Presidente ha recurrido a esta potestad en varias ocasiones en sus respectivos mandatos sin pudor alguno.

No van a reconocer que la razón que los mueve a modificar es que el resultado actual no les seduce. Eso sería demasiado burdo. Por eso apelan a lo emocional afirmando que “está en riesgo la institucionalidad”. Es una manera elegante de exponer su berrinche antidemocrático.

Cuando ellos la usaban parecía no poner en riesgo nada. Ahora sí. Suena además de inconsistente, muy sesgado a sus eventuales preferencias. Alterar las reglas porque no conviene parece un capricho infantil y adicionalmente configura una estafa a la ciudadanía, ya que no plantea con honestidad intelectual el asunto, sino que busca un ardid para justificar una maniobra que tiene indisimulables fines partidarios.

Hablan de autocracia con una superficialidad increíble. Son los mismos que aplastaron derechos durante décadas acallando medios de comunicación, apropiándose de empresas haciendo trampas, siendo los paladines de la corrupción, operando para colocar jueces y administrar sus fallos, montando escribanías legislativas, sin mencionar los oscuros acuerdos para evitar denuncias y aliarse a cara descubierta con los verdugos del país y los tiranos más despreciables del planeta.

Escucharlos dando cátedra de institucionalidad es verdaderamente una afrenta a la inteligencia cívica. No registran que han destruido su escasa legitimidad y que son muy pocos los que los respetan. Son un mamarracho que deambula mendigando votos sin capacidad para asumir sus defectos ni revisar sus inaceptables prácticas.

Hoy lo que está en caída libre son décadas de populismo y derroches presupuestarios. La sociedad interpela a la vieja política, a su manera de plantear todo y a su incapacidad para aportar soluciones reales. Lo que está cuestionado es el cruel modo con el que han esquilmado a los que producen haciéndoles pagar fiestas de las que no participan.

Los opositores deberían preocuparse por tratar de entender las demandas de la sociedad y girar en consecuencia. Deben hacer el duelo pronto. Hacer campaña con plata ajena ya no está en la agenda y prometer trivialidades sin exhibir credenciales que demuestren esas habilidades ya no funciona.

La hora del verso se terminó. Es posible que muchos políticos deban jubilarse, no por voluntad propia. La comunidad ya se percató de su metodología y no está dispuesta a seguir siendo engañada por los pícaros de siempre.

Tendrán que recalcular. El patético argumento de la institucionalidad tampoco será útil. Están frente al enorme desafío de reinventarse. Si tienen visiones diferentes tendrán que desarrollar el talento para convencer a muchos de que son las personas indicadas para llevar adelante esas iniciativas.

Hoy están desprestigiados y lo más triste es que tienen mucho mérito en eso. Han sido mentirosos e ineptos, corruptos y charlatanes. Es difícil volver de ahí. Tal vez, otros más jóvenes puedan tomar la posta y proponer un debate maduro, serio, sensato y menos vulgar.

El país necesita un oficialismo eficaz y una oposición que sea una alternativa, pero para eso tendrán que dejar atrás lo antiguo y dar paso a nuevas formas de hacer política que no usen el miedo como estrategia, sino que intenten enamorar con propuestas razonables que permitan que el país no vaya a la deriva, para que avance en dirección al progreso, con matices que eludan los saltos al vacío y el regreso del populismo que ha fracasado estrepitosamente.

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