Nadie niega la gigantesca utilidad que ha tenido para la evolución de las sociedades modernas, pero desconocer su actual ineficacia puede ser muy arriesgado. Es hora de reflexionar sobre el presente, pensando en cómo modernizar lo conocido para que finalmente los votantes enfadados no terminen tirando por la borda los innegables logros obtenidos.
No se trata de defenestrar sin pudor a ese noble esquema que permitió culminar con las traumáticas dinámicas autoritarias y abandonar la ridícula linealidad que ofrecían las insensatas monarquías absolutas.
En su tiempo aportó racionalidad y permitió a las comunidades ser uno de los ingredientes esenciales de una abrumadora prosperidad y además dio paso al desarrollo de las libertades individuales que no debería minimizarse bajo ninguna perspectiva.
A pesar de sus irrebatibles bondades, desde hace ya varias décadas su prestigio y popularidad ha entrado en franco descenso. Las críticas son variadas. El enojo social se hace cada vez más tangible y el tenor de los planteos suena muy potente con reproches bastante despiadados.
Los ciudadanos juzgan negativamente no sólo a los dirigentes políticos y a los partidos tradicionales, sino que ahora también comienzan a atacar con vehemencia a los pilares de la democracia, dudando sobre su verdadera capacidad orgánica para contribuir con el porvenir.
Años atrás el primer síntoma fue la aparición de nuevos espacios políticos. En muchos continentes emergieron alternativas exóticas que desplazaron a los históricos partidos que se consideraban los propietarios exclusivos de las disputas electorales.
Parecía esa una manera ágil de refrescar el sistema. Nuevas ideas y formas surgían en varias naciones y eso posibilitó una suerte de renovación democrática muy auspiciosa. Ese fenómeno duró poco, aunque quedan aún vestigios residuales de esa tendencia. La decepción abrupta derribó las expectativas puestas en esa chance y todo volvió al cauce original.
Luego sería el turno de los “outsiders”, esos personajes que exhiben como mayor virtud justamente la de no pertenecer a la política clásica. Deportistas, artistas, profesionales, empresarios, desde diversos círculos ajenos a la lógica partidaria se postularon como novedad.
La idea de dejar de lado lo ya probado e intentar con “exitosos” en otros campos sonaba muy seductora para un electorado desesperado por obtener resultados y eso explica en buena parte que se haya recorrido este sendero.
Ese ininterrumpido deambular, esa búsqueda interminable sigue en proceso. En cada país, con sus propias singularidades, se continúa hurgando para encontrar alternativas viables que ayuden a salir del eterno laberinto.
Un prejuicio merodea el debate, aunque pocos se animan a explicitarlo. Pocos finalmente se atreven a reprobar abiertamente a la democracia como institución. Es considerado un dogma, algo incuestionable. Hacerlo coloca al interlocutor en el peligroso lugar de la apología del autoritarismo.
Quizá haya que comprender primero que un análisis profundo de la situación podría permitir proponer ajustes parciales que posibiliten mejorar esta ya imperfecta versión de este siglo, que es la peor de su propio despliegue.
Queda claro que la democracia sin límites institucionales constituye riesgos inaceptables. La tiranía de las mayorías es un mecanismo al que han apelado los más autocráticos para validar sus delirios. Los populismos de este siglo y del anterior han explotado al máximo este flanco débil amparados en la imposibilidad de criticar a la democracia.
El primer paso es autorizar el pensamiento diferente. La autocensura no puede ser el camino. A pesar de los “canceladores” seriales que pululan en medios de comunicación, redes sociales y toda clase de ámbitos sociales, el progreso siempre ha venido de la mano del talento para disentir con el “status quo”.
La república, el federalismo y un marco institucional robusto son contrapesos de enorme valor para ponerle freno a los despropósitos de esta época. Una sociedad sin frenos civilizatorios puede estrellarse en la primera curva y no advertir su decadencia con suficiente anticipación para cambiar el rumbo.
La política se debe una discusión en serio, la sociedad civil también. La actitud aduladora y servil de muchas organizaciones con los gobiernos no ayuda mucho en este devenir. Sin una postura más neutral y una visión que coopere con las transformaciones no se puede esperar nada bueno.
Habrá que asumir que con cobardía intelectual nada cambiará. Si la gente no está dispuesta a hacer su labor no aparecerán líderes con vocación de conducir ese proceso revisor que tanto se precisa.
Es posible que replanteando algunos aspectos centrales de la democracia tal cual se conoce hoy, el sistema pueda sobrevivir. Los más temerosos, los políticamente correctos, esos que prefieren no abordar el tema no han tomado dimensión del costo oculto de posponer este “diálogo”.
Si no se actúa oportunamente, cabe la posibilidad de que todo colapse, y la autocracia que tanto se aborrece termine siendo la opción disponible de aquellos desencantados que al no encontrar soluciones apelarán a la mesiánica figura que promete resolver todo, aunque luego pueda sobrevenir una nueva desilusión.
Las consecuencias de esa apuesta son impredecibles. Arriesgarse a que esto ocurra es probablemente poco inteligente. La impotencia social se convierte rápidamente en decisiones desesperadas y en el arribo de oportunistas que captan esa demanda ofreciendo lo que muchos anhelan.
Si se reacciona adecuadamente, sin caer en simplismos existe una gran ocasión para corregir lo evidente y ponerse manos a la obra para rescatar lo mejor de lo conocido y cortar de cuajo los abusos de la democracia contemporánea, justamente para salvarla y para que sea el instrumento óptimo para el mundo soñado.