Si bien el asunto central podría merecer cierta atención, la politización de los enfoques y la superficialidad a la hora de aportar aristas al debate terminan desperdiciando una excelente oportunidad para enfocarse en la verdadera discusión de fondo.
Tal vez valga la pena, antes que nada, aclarar que cuando algunos hablan de “lo público” en realidad se refieren a lo estatal, pero quizás sería saludable no usar esas palabras como si fueran sinónimos lineales.
En lo que hace a la temática es una pésima estrategia trivializar una cuestión tan interesante de debatir. Es más grave aún cuando se visualiza que quienes lo hacen están motivados por fines absolutamente mezquinos y cortoplacistas.
Banalizar el intercambio es renunciar a la posibilidad de dar un paso hacia adelante, es abandonar la chance de analizar seriamente todas las aristas y con esos ingredientes construir soluciones sustentables.
Es lamentable que esta pulseada la esté ganando la mediocridad y que una vez más se le falte el respeto a la inteligencia de la sociedad. Manipular opiniones recurriendo a golpes bajos envueltos en grandilocuentes retóricas habla muy mal de quienes eligieron ese perverso sendero.
Para llevar adelante su retorcido plan, que lo que pretenden es confrontar con el circunstancial oficialismo, apelan a falsas elucubraciones. En ese trayecto terminan haciendo comparaciones improcedentes partiendo de la hipótesis de que nadie advertirá que se trata de algo completamente falaz.
Un recurrente instrumento para sensibilizar a los incautos es hablar de la importancia de la educación pública e inclusive recordar que varias generaciones pudieron acceder al máximo nivel gracias al esfuerzo de sus padres y al mérito de un país que abrió las puertas de sus aulas para que todos se formen.
En ese premeditadamente infantil relato omiten, sin disimulo alguno, que ese sistema que elogian desapareció hace décadas. Lo que hoy existe no se asemeja en lo más mínimo a aquello que elogian.
El sistema que tanto añoran era meritocrático, reinaba en esos años la vocación docente, los estándares de calidad eran elevados, las exigencias académicas eran rigurosas, la disciplina era un valor y el esmero tenía sentido.
En el régimen actual casi todo se ha vuelto extremadamente laxo. La calidad se ha desdibujado completamente, las demandas pedagógicas se han relajado sin pudor, el nivel ya no es para nada un requisito indispensable.
En el ámbito laboral muchos de los educadores están allí sólo para alcanzar la búsqueda de una estabilidad laboral que venga acompañada de una cobertura de salud y de seguridad social que garantice cierta previsibilidad.
El sistema educativo actual es ineficiente por donde se lo mire. El producto de su servicio es indudablemente pésimo. Muchos alumnos no completan su formación y abandonan en el camino. No importa si se habla de la escuela o la universidad, el desgranamiento es cada vez más grosero e inocultable.
El costo unitario de cada egresado, cualquiera sea el ciclo, es enorme. Los contribuyentes pagan impuestos exorbitantes para que luego los burócratas dilapiden ese dinero malgastandolo discrecionalmente.
Los acomodos y las arbitrariedades que se identifican tanto en la primaria como en la secundaria, en el terciario como en la universidad son imposibles de esconder.
A estas alturas todos se dan cuenta de los abusos en los que incurre reiteradamente el poder y de la intromisión a cara descubierta de la política más rancia y tradicional.
El manejo opaco de las arcas es un síntoma de lo que sucede. No lo pueden transparentar ya que funciona como el resto de la partidocracia, siempre con contrataciones poco claras y con manejos que nadie se anima a mostrar.
Referirse a la educación pública de este presente como si se tratara de una versión parecida a la anterior es una descarada estafa intelectual. Ese modo de exteriorizar es tan ruin como artero.
Los que recitan estos planteos lo saben a la perfección, pero aun así lo dicen a viva voz en la convicción de que los desprevenidos de siempre se sentirán realmente representados por esa alegoría.
Si se quiere discutir en serio habrá que hacer primero una autocrítica con mayúsculas, dejar la ampulosidad de lado y asumir que destruyeron lo que hoy es solo un fantasma, una mala copia, una sombra de aquello que alguna vez fue un orgullo nacional.
Lo que se puede ver ahora es una caricatura, algo vergonzoso que nadie en su sano juicio puede reivindicar. Seguro que hay excepciones a la regla, pero son sólo eso, un oasis en el desierto.
Quizás sea un buen instante para interrumpir la sobreactuación y construir un esquema que sea digno de ser valorado. Con una narrativa vacía, repleta de emocionalidad y medias verdades no se resolverá nada. Lo bueno, lo excelente, conlleva trabajo profesional. Si realmente existe la voluntad de mejorar la actitud no es esta. Esto no construye, sólo desvía la atención.