Superada la elección general se abre un nuevo panorama. Ahora existen dos alternativas muy claras, pero también otras que se asoman complicando el tablero más allá de lo esperable y de los superficiales análisis que se vienen escuchando.
Quizás sea oportuno aclarar que la gran lección que dejan como legado estos comicios es que, si bien las estructuras partidarias son realmente poderosas, la gente es la que finalmente define el rumbo y vota con su propio criterio a pesar del esmero de algunos en entrometerse a pleno con escaso éxito.
Los medios de comunicación y los expertos asignan a los dirigentes una importancia relativa que evidentemente no tienen. Eso no significa que no tengan suficiente poder, pero por lo visto no en la magnitud que algunos suponen.
En ese marco, el eventual posicionamiento de los líderes está demasiado sobrevalorado. No es cierto aquello de que, si tal o cual personaje apoya públicamente a una de las listas, sus votantes se inclinarán masivamente en esa dirección.
Puede ser relevante hacerlo, pero no ya por la incidencia real en los ciudadanos sino por un circunstancial rédito político, por una proyección de cara al futuro, o hasta para no quedarse descolgado en función de lo que pueda deparar el porvenir.
Lo que se avecina es un nuevo turno, con condicionantes elocuentes, pero diferente al anterior. Votarán los mismos, o tal vez sean más los que concurran a las urnas y hasta es probable que algunos decidan quedarse en casa.
Todo puede acontecer y es trascendente entenderlo para evitar caer en simplificaciones burdas o elucubraciones lineales que poco aportan a estas alturas y que sólo agregan confusión en un escenario de por sí extremadamente tumultuoso.
Es factible que el núcleo duro de simpatizantes de unos y otros permanezca compacto. Es difícil imaginar que quienes militaron con convicción a un candidato ahora se crucen de vereda o intenten de pronto neutralizarse. Puede pasar, pero sería un fenómeno bastante marginal en términos nominales.
Por obvio que parezca lo cierto es que además de las alternativas originales en el menú también figuran otras menos convencionales, pero absolutamente respetables. Es que, si ninguna de las propuestas resulta tolerable, si ambas variantes son indigeribles, emergen otros senderos que podrían estar en la grilla y que son operativamente viables.
Uno de ellos es el abstencionismo, ese que invita a no participar de la elección. Eso ahorraría situaciones insoportables para un segmento que no se siente representado por ninguna de las fórmulas en danza. No presentarse es posible sobre todo para esos grupos que no tienen una exigencia formal de hacerlo, como por ejemplo los muy jóvenes o los mayores de 70 años que están exceptuados de la obligatoriedad normativa.
También se puede ser parte del proceso y votar en blanco, manifestando una mirada intermedia que honraría el supuesto deber cívico de emitir el sufragio y también cubre la cuestión legal, aspecto clave para algunos que no quieren incumplir con la ley.
Más excéntrica aparece adicionalmente la chance de “anular” el voto colocando deliberadamente en un sobre un elemento que no permita identificar la voluntad y culmine con la eliminación de esa expresión.
Pese a la apasionada actitud efervescente de muchos, cada una de esas posibilidades están completamente justificadas. Después de todo, seleccionar una determinación no es un trámite sencillo y es siempre singular e intransferible.
No vale la pena criticar esas posturas, al menos no tan cruelmente. Se podrá opinar al respecto, pero siempre con las reservas del caso y asumiendo que no se tienen todos los elementos para juzgar con liviandad una visión ajena.
No es saludable ni tampoco democrático hacerlo. El tan mentado respeto a los demás no debe ser sólo retórico, sino que tiene que ponerse en evidencia en la realidad de una manera inequívoca y sin dobleces.
Ya se están observando intentos de manipular esas orientaciones particularmente sobre aquellos que no eligieron boletas ganadoras y que ahora son convocados a sumarse de alguna manera a las vertientes disponibles.
Lo que sí debe quedar en claro es que no existen decisiones “gratuitas”. Todas tienen algún costo implícito. Esta idea de que se puede encontrar un refugio a mitad de camino, que sea equidistante y sin consecuencia alguna es una fantasía que habría que descartar por ingenua e infantil.
Todos pueden decidir como prefieran, pero pretender que esa opción no tenga costo es desconocer la lógica más elemental. En la vida cotidiana, no sólo en lo electoral, las apuestas traen derivaciones y en muchos casos las implicancias no son las deseadas.
Por eso, es hora de ponerse los pantalones largos, tomar la decisión que se considere óptima y hacerse cargo con la misma profundidad de lo que eso simboliza para uno mismo y su familia, para su trabajo y sus proyectos, pero fundamentalmente para el país y las próximas generaciones.
Dado el esquema actual, todo indica que el juego aun no está cerrado. Puede ocurrir casi cualquier cosa y sería muy temerario luego de tantos pronósticos fallidos hacer afirmaciones tan categóricas. La prudencia se tendría que imponer en estas semanas, para abrir paso a lo que luego deba suceder y en función de lo que finalmente establezca la voluntad popular y soberana.