Una neutralidad incomprensible

Un hecho plagado de premeditación y atrocidades que debería ser condenado sin dobleces aún hoy continúa con complicidades tácitas absolutamente inconcebibles.

Una contundente cantidad de gobiernos del mundo han condenado enérgicamente lo ocurrido. Los más determinados lo hicieron el mismísimo día de la tragedia. No dudaron un solo segundo. Conocen perfectamente la historia, identifican a los actores y al “modus operandi” de esta clásica dinámica que lleva décadas de recorrido.

 

Ciertos países, los más dubitativos, se tomaron su tiempo, especularon sobre alguna información adicional que podría eventualmente emerger, para luego, ante las abrumadoras evidencias, hacer inexorablemente lo correcto, aunque sin demasiada convicción. Eso se traducía en comunicados insulsos, sin contenido categórico.

 

Un grupo de tibios intentaron quedarse a mitad de camino. Hicieron declaraciones formales contra el terrorismo, pero relativizaron casi todo y bajo el infalible argumento de asegurar la paz, instaron al diálogo como una fórmula mixta para no tomar partido alguno.

 

Finalmente, los más descarados hicieron lo habitual neutralizando sus publicaciones al colocar en un plano de igualdad cualquier acción bélica, equiparando a los terroristas con los ejércitos regulares y a la acción institucional de una nación libre y democrática con las decisiones autocráticas de un grupo de violentos que desprecian la vida sin tapujos.

 

En la geopolítica contemporánea vale todo. Es imposible justificar lo inaceptable. Pero habrá que reconocer que estos líderes de hoy juegan con estos dilemas como si fuera un ajedrez. Sólo defienden intereses personales y hasta corporativos. Los apoyos comerciales y económicos son parte de este doloroso paisaje e influyen con ciertas mezquindades y cálculos de corto plazo.

 

No deben aceptarse ese tipo de conductas inapropiadas ni tampoco se puede caer en esa suerte de amnistía de impunidad por los atenuantes que explicitan cuando plantean su visión sesgada repleta de una inquina vergonzosa. Pero mucho menos admisible es avalar esos gestos en individuos o en poblaciones que se han mantenido completamente calladas ante semejante despropósito.

 

Utilizar a Palestina es simplificar deliberadamente lo complejo. Esto no tiene que ver con una desavenencia diplomática, ni con una discusión coloquial sobre una secuencia de acontecimientos históricos. Esto encuentra sus verdaderas raíces en un profundo odio demencial.

 

Minimizar este aspecto es tan peligroso como irresponsable. No es una opinión la que se pone en el tapete, sino la manifestación explícita de los principales referentes de Hamas y de casi todos los movimientos fundamentalistas que militan similares concepciones.

 

Ellos no luchan por una reivindicación territorial, ni por un reconocimiento ancestral. Lo han dicho con todas las letras. Pretenden el exterminio de una religión, quieren la muerte de los judíos. No se trata sólo de Israel como Estado, sino de una forma de vida a la que desean fervientemente aniquilar, borrar de la faz de la Tierra.

 

Algunos se inclinan, con liviandad e inexplicable condescendencia por interpretaciones retorcidas y pretenden presentar este sofisticado conflicto como uno más de los tantos que pululan por el globo.

 

Los más audaces inclusive apelan al recurso de afirmar que los judíos se victimizan presentando esta disputa como una cuestión de antisemitismo banalizando la circunstancia a un punto totalmente inadmisible.

 

No hay lugar en este tipo de situaciones para hacerse el distraído. El hecho no solo es grave, sino que merece posturas inconfundibles que no den margen para ninguna elucubración lateral que intente mostrar matices.

 

No está en juego un espacio territorial, ni una cuestión de soberanía. Se trata de una tirria hacia un grupo humano que se termina traduciendo en una expresión de odio visceral que en la actualidad no se debería validar con esta desvergonzada trivialidad.

 

Preocupa el estruendoso silencio de la gente de bien y mucho más aún los motivos que subyacen en esa sospechosa actitud tan cobarde como ausente de una ética básica.

 

Que los rencorosos de siempre lo hagan no está bien, pero es esperable. Ellos son los que jamás camuflaron su fobia por quienes consideran diferentes y por lo tanto indignos de convivir a su lado.

 

En casi todas las comunidades se puede encontrar portadores de una infinidad de sentimientos negativos. Los más pudorosos logran contener esa ira, y con un cinismo a prueba de todo consiguen esconder sus sensaciones, utilizando el lenguaje más moderado posible para no transparentar sus emociones inconfesables.

 

Los más burdos, no pueden disimular un centímetro y vomitan sus frustraciones singulares blasfemando a quienes no encajan a la perfección en su controvertida lógica. Su altanería los hace creer seres superiores y además propietarios monopólicos del planeta.

 

Esta es una era muy difícil. La humanidad no debería ser un valor abstracto. Justamente la capacidad para tolerar a quienes no se perciben como idénticos, a esos que piensan muy distinto es lo que distingue a los civilizados de los que no lo son.

 

Una sociedad moderna debe internalizar esa visión si efectivamente cree en lo que comulga a diario. Lo discursivo sirve de poco si no se puede demostrarlo activamente en lo cotidiano. Los que afirman ser razonables deberían testear este criterio. Los más seguramente superarían la prueba demostrando su bondad intrínseca. Otros probablemente sean sólo embaucadores disfrazados de corderos que ocultan su verdadera vocación autoritaria aplaudiendo en privado esta nueva versión de la destrucción de los canallas.

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