La acumulación de atribuciones que la política ha otorgado a quienes conducen circunstancialmente el Estado produce daños gigantescos en la vida de las comunidades, limitando las libertades individuales con un enorme impacto negativo en sus bolsillos. Gran parte de ese esquema se sostiene sobre la base de la ignorancia que exhiben quienes deciden por otros.
La realidad suele ser muy cruel y deja poco margen para las interpretaciones. El resultado está a la vista y parece difícil argumentar ante semejante evidencia. Los países en estas latitudes no han sido exitosos ni pueden mostrar desempeños superlativos como para ufanarse de la buena tarea llevada a cabo hasta aquí. Hace décadas que las victorias no emergen.
Ante semejante escenario es muy temerario defender a los gestores que les ha tocado en suerte estar al frente de las diferentes etapas. Los indicadores hablan por sí mismos y son abrumadoramente contundentes.
La narrativa política encontrará culpables externos y se ocupará de responsabilizar a la guerra o al imperio, a las corporaciones o a las crisis internacionales. Cualquier eventualidad sirve para eludir sus propias torpezas. Su negligencia, desidia e impericia no están en el menú de posibilidades. Son especialistas a la hora de configurar relatos, pero jamás reconocerán su indisimulable analfabetismo económico.
Lo cierto es que no tienen la más mínima idea de cómo funciona la economía. En la inmensa mayoría de los casos son solamente charlatanes de café, meros adulteradores de la palabra que esconden sus debilidades detrás de esos grandilocuentes discursos.
Los más astutos tratan de buscar expertos que los orienten, pero casi siempre se topan con la nefasta cofradía de los “economistas”, esos personajes que disfrazados de técnicos comprenden la dinámica de las variables, pero tienen la arrogancia de intentar “maniobrar” y darle un sesgo discrecional marcando rumbos y fijando prioridades, como si efectivamente supieran interpretar los complejos vericuetos de la sociología.
El pecado original de la dirigencia política es suponer que ellos tienen la potestad de decidir por los demás. El delirante sueño de ser monarcas los empuja hacia esa fantasía en la que, desde el trono, todos obedecerán sus órdenes y se someterán mansamente a sus designios.
Esta desquiciada ilusión que merodea en sus mentes los lleva a ser profundamente irracionales y obviamente no producen ninguna clase de resultados positivos. No saben cómo generar riqueza, ni tampoco empleo, mucho menos cómo actúa el sistema de precios. En todos los casos suponen que desear algo es conseguirlo y cuando no sucede lo que esperan apelan a lo que conocen, una suma de herramientas destinadas a estropear.
La impotencia los hace enojar y su respuesta automática son más controles, más rigor. Como no lo consiguen por las buenas, entonces hacen lo que mejor les sale, imponer, pero nuevamente todo empeora.
No entienden que eso es lo absolutamente esperable, ni siquiera lo ven venir y ante un nuevo tropiezo acuden a su segunda opción, la de aplicar retorcidas recetas, proveídas por pseudo intelectuales mesiánicos que creyéndose superiores a la gente intentan otras manipulaciones igualmente inútiles.
Los programas implementados, cada vez más sofisticados, fracasan una y otra vez. Alguien intentará rebatir estos planteos, pero habría que invitarlos a ver cómo se han frustrado casi todos los planes antinflacionarios, las reformas del Estado, los intentos para multiplicar el empleo formal, recomponer el régimen previsional y cualquier otro anhelo pretendido. Indudablemente no saben cómo lograr sus loables objetivos.
Sus primitivas creencias los traicionan. No tienen conocimientos al respecto, no han entendido lo más básico que tiene que ver con cómo se vincula el comportamiento individual con la economía. Esa visión distorsionada en la que suponen que todos acatarán sus consignas desconoce la esencia humana. Cualquier disparate que se contraponga a esa lógica elemental sólo puede naufragar eternamente.
Subyace en ellos un autoritarismo inocultable. Quieren que todo marche como se les antoja. Ese berrinche infantil es la fuente de sus reiteradas derrotas. No aprenden nada. Su soberbia es su principal enemigo. No registran lo que la gente les enseña a diario con total transparencia. Las personas responden a estímulos. Si algo tiene incentivos adecuados sucederá, si las señales son difusas o peor aún ambiguas nada puede salir bien.
Ellos han construido una batería inagotable de confusas normativas, repletas de trampas, privilegiando la arbitrariedad de sus decisiones. Un sistema como el actual claramente promueve la picardía y no alienta ninguna conducta positiva. Es una permanente convocatoria al fraude. No se pueden esperar triunfos de la mano de semejante maraña de contradicciones.
Tal vez una primera lección sea, que combatir el capital no suma. Independientemente de sus rencores y prejuicios, de su odio y resentimiento contra los que han logrado amasar fortunas, ninguno de ellos parece obedecerlos. Esa estrategia es decepcionante. No sirve.
La estrategia belicosa y confrontativa sólo ha expulsado inversores hacia otros destinos. Quizás deberían pensar en la posibilidad de convertirse en facilitadores de proyectos, amigarse con los capitalistas, dejar de lado sus ridículas regulaciones que impiden el desarrollo y aliarse con los únicos que pueden “multiplicar los panes”. Los políticos sólo pueden y saben repartirlos.
Si continúan con sus caprichosas aventuras seguirán destruyendo todo a su paso y no sólo no mejorarán la calidad de vida de los ciudadanos, sino que sus votantes se ocuparán de reemplazaros en el poder, por la peor de las razones, por su elocuente incapacidad para resolver problemas tangibles y cotidianos.