Las sociedades perciben intuitivamente que las transformaciones son indispensables, pero no tienen plena consciencia de los obstáculos que conlleva recorrer ese intrincado trayecto plagado de desafíos.
Si bien este dilema contemporáneo de alguna manera siempre existió, no menos cierto es que las infinitas complejidades del presente son muy superiores a las vivenciadas históricamente en las comunidades.
El mundo actual es bastante más sofisticado que el anterior, con conexiones cruzadas, enteramente globalizado y por lo tanto mucho más engorroso de comprender y de abordar cuando se desean aplicar modificaciones secuenciales.
En ese contexto la simplificación retórica ayuda a plantear abreviadamente un conjunto de consignas difusas que explican genéricamente un potencial camino a recorrer. Pero concurrentemente se alejan de la realidad al pretender hacer más sencillo lo intrínsecamente confuso.
Los políticos lo saben y por eso apelan inexorablemente a ese recurso comunicacional para transmitir su visión, seducir voluntades y construir el volumen electoral elemental para conquistar ocasionalmente el mando.
La inmensa mayoría de las veces esa dinámica puede resultar suficiente para alcanzar la cima, tomar las riendas del gobierno, ocupar todos los cargos y administrar la cosa pública durante un período acotado.
El esquema básico se replica de ese modo casi a todo nivel jurisdiccional. Se despliega así en cada una de las ciudades, en las provincias y también en el país, visualizando esa mecánica en cada estamento identificable.
El problema comienza mucho antes, pero se explicita brutalmente cuando finalmente se aterriza en el poder, se dispone de la potestad para encarar los asuntos y lo conceptual no resulta suficiente para operar el día a día.
La mediocridad intelectual, la falta de profundidad y la abulia para estudiar a fondo cada uno de los temas configuran un cóctel tan peligroso como perverso. Esa tríada se constituye en la certeza de que todo seguirá igual.
En muchos casos la alternancia contribuye transitoriamente. Los que fueron oposición durante una larga temporada al hacerse oficialistas están repletos de entusiasmo. Creen que lograrán hacer los cambios y muestran fuerza para intentarlo. Pero eso puede no ser suficiente para semejante cometido.
Los que gobiernan suelen aburguesarse, se acomodan en su zona de confort y resignación mediante, consideran que no se trata de mejorar la calidad de vida de los ciudadanos sino de conseguir nuevos triunfos en las urnas que garanticen la continuidad en sus puestos.
Lo que viene después es muy obvio y completamente predecible. Los problemas no se resuelven, la gente se enfada al ver que sus expectativas no se cumplen y despotrica, con absoluta razón, contra la política y sus líderes.
Ese desprestigio es producto de las promesas incumplidas, de la inconsistencia discursiva y de la impericia para brindar soluciones reales. Enojarse con los votantes por esa reacción más que razonable sólo puede explicarse en el cinismo de la clase política.
Es evidente que se está ante la presencia de una estafa institucionalizada de proporciones gigantescas. Es tan alevosa y ruin que nadie se hace cargo. Es mucho peor aún, el ciclo se repite hasta el cansancio sin un horizonte diferente.
Interrumpir esta nefasta inercia requiere de una decisión vital primero y de una actitud adecuada luego. Abandonar el “verso” y ponerse a trabajar en serio es incómodo pero central no solo para legitimar el vínculo político con los individuos, sino además para devolverle a la política cierta credibilidad.
Es un proceso evolutivo, con múltiples etapas y con tropiezos que emergerán invariablemente, con avances, pero también con retrocesos. No es mágico. Sin paciencia nada bueno ocurrirá. No es para ansiosos. De hecho, hay que administrar sensaciones en cada fase si se aspira a lo trascendente.
Requiere de mucho talento y de determinación, de generosidad para convocar a los mejores y de madurez para minimizar lo irrelevante. Es esencial comprender que “lo excelente es enemigo de lo bueno” y que no siempre se podrá lograr el óptimo, pero que una versión aceptable es mejor que lo sublime que jamás asomará, al menos en esa transición.
Los retos de hoy son muy difíciles de abordar. Es imprescindible rodearse de expertos y combinar esos conocimientos puntuales con personajes capaces de articular, de ensamblar y de liderar un proyecto hasta llegar al objetivo.
Pese a la muletilla que afirma que los diagnósticos son simples y todos saben lo que hay que hacer, es bueno asumir que merecen ser revisados. Buena parte de los fracasos se originan en un cuadro de situación incompleto o inexacto. Tal vez amerite repasar todo de nuevo.
No solo habrá que bosquejar borradores imprecisos, sino que la tarea consiste en estudiar pormenorizadamente cada aspecto, evaluar alternativas instrumentales y ejecutar un plan técnico a sabiendas de que la implementación puede encontrarse con inconvenientes o que habrá que adaptar sobre la marcha cuestiones operativas claves para el éxito.
Es bueno conocer el rumbo, pero eso no ha funcionado hasta aquí a la luz de los irrefutables hechos. Hay que dar un paso más y ese eslabón es esencial para lograr la meta. Es hora de zambullirse en el fango, analizar variantes y seleccionar un plan de acción políticamente posible para salir de este laberinto.