Dada la situación planteada en la República Argentina, entendemos que hoy es importante reiterar de la pluma de Carlos Rangel y de su libro Del buen salvaje al buen revolucionario, un texto ya comentado en nuestra columna de la semana pasada, de impactante actualidad.
“Juan Domingo Perón asumió el control de la Argentina en un momento cuando ese país había acumulado un excedente de recursos y de reservas monetarias, por exportaciones en brusco ascenso […] En lo esencial, Perón se dedicó a liquidar ese excedente, y además creó en un tiempo asombrosamente corto un déficit […] Los sectores recreadores de riqueza de esa economía, que seguían (y siguen) siendo básicamente las actividades agropecuarias, fueron castigados con severos gravámenes (en la peor tradición mercantilista hispánica) para financiar el aumento en los salarios reales de los trabajadores industriales y a la vez un descabellado proyecto de autarquía industrial. En general toda la estructura costos-precios de la economía fue trastornada artificialmente para dar satisfacciones inmediatas, psicológicas y materiales, a los ‘descamisados’”.
Y es que setenta años después, el peronismo se desmorona ante los ojos de sus hipnotizados seguidores y se escurre hacia el desagüe de la historia como el agua entre los dedos.
Llamarse “peronista” en Argentina, ha sido a través de las décadas sinónimo de conciencia social y de solidaridad. Un eslogan impuesto generación tras generación por los demagogos y oportunistas de turno.
Pero la cruda realidad, es que ese país se forjó sobre los hombros de inmigrantes que muy conscientes de los dramas sociales y económicos que habían sufrido en la Europa de su origen en el siglo XIX, llegaron a esta América con ansias de trabajar y de construir, sin esperar nada del Estado que los cobijaba, más allá de justicia, seguridad y libertad.
Aquellos inmigrantes crearon la riqueza con la que Perón inventó su fascismo populista imitando a Mussolini, convenciendo a las clases sociales menos favorecidas – cuyos votos valían igual al de cualquier personaje encumbrado – que la sociedad estaba en deuda con ellos, tan solo por el hecho de encontrarse en un quintil más bajo del escalafón.
Y fue así como los descendientes del esfuerzo de millones de inmigrantes que finalmente lograron una sólida posición social y económica pasaron a ser señalados como aristócratas insensibles.
Sus ancestros llegaron a estas regiones comenzando a veces lavando ropa para otros, a veces barriendo en el primer local industrial al que llegaron a trabajar, o amarrando los terneros para que las lecheras del campo donde oficiaban de aprendices produjeran buena leche al día siguiente. Así comenzaron todos. Su objetivo era subsistir, educar a sus hijos y tratar de que su futuro fuera más benévolo que el pasado que a ellos les había tocado superar.
Perón destruyó ese sano equilibrio logrado con el sacrificio de múltiples generaciones.
Y hoy, sus avarientos seguidores que han enarbolado la bandera del peronismo a lo largo de setenta años parecen haber llegado al final del ciclo.
Según explicara el licenciado en economía Roberto Cachanosky, Argentina tendría en la actualidad unos veinticinco millones de personas dependiendo de subsidios del Estado. Muchos de ellos reciben esas dádivas a cambio de votar a quienes se las proporcionan y de asistir a marchas, manifestaciones y piquetes, cosa que consideran su “trabajo” real.
Como el Estado peronista está quebrado y no tiene reservas para solventar los pagos de sus dependientes, la solución encontrada habría sido la de emitir moneda desde el Banco Central, para ir cubriendo el déficit.
Es de Perogrullo imaginar el valor que esos papelitos pintados podrán tener una vez arribados a los bolsillos de sus destinatarios; y es dantesco imaginar las reacciones que tal desengaño podrían generar.
Mientras esto ocurre, un personaje siniestro trepado a la política desde el relato deportivo, estaría hostigando a los más necesitados a tomar conciencia de que la soja existente en silo bolsas cosechadas por los productores del campo, pertenecen a todos y no solo a sus verdaderos dueños, los chacareros que trabajaron por generaciones, invirtieron y arriesgaron sus vidas, familias y capitales para lograr esa producción.
Una instigación a la violencia y al delito, cuyas consecuencias no deberían tardar en ser advertidas y sancionadas por una sociedad que está tomando conciencia de su verdadera realidad.
Una realidad en la que aparece claramente destacado el inexorable final del populismo peronista y la toma de conciencia de que la única salida posible pasa por el trabajo productivo y la recuperación de los valores cívicos y morales que convirtieron a la Argentina en potencia mundial al mismo nivel de los Estados Unidos, hace menos de un siglo.
Al parecer, estamos asistiendo impávidos al patético final de un ciclo. Hagamos votos para que los cambios que inexorablemente vendrán puedan producirse en paz.
Que todo sea para bien.