El incómodo debate previsional

Un conflicto repleto de razonables argumentos ha llevado históricamente a una polémica que todos desean eludir y que han esquivado sistemáticamente con tanta irresponsabilidad como cobardía política. Hoy nuevamente se ha reinstalado esta temática y quizás haya que ocuparse del asunto sin excusas.

De un lado aparece la emocionalidad más lineal. Es imposible evitar angustiarse cuando se piensa en los millones de jubilados que luego de décadas de esmero hoy reciben como contraprestación un valor que no tiene relación alguna con lo que ganaban en actividad.

Literalmente fueron estafados institucionalmente, pero habrá que decir que quienes legislaron con una metodología tan perversa como cínica han sido muchos de los “falsos próceres” del pasado que hoy son enaltecidos por políticos contemporáneos que defienden aquellas pésimas ideas sin hacer revisión alguna de esos disparates que tanto daño generaron.

Del otro lado, los números mandan con una crueldad implacable explicitando que las cuentas no cierran. En un presupuesto nacional que se consume alrededor del 45 % del total en este rubro previsional, opinar sobre esta cuestión resulta tan fastidioso como imprescindible.

Todos los planteos parecen tener una lógica que emerge como irrefutable. Por ese motivo hacerse los distraídos no debería ser una opción, al menos no para los que entienden que los problemas se resuelven cuando se los enfrenta con valentía e inteligencia.

Esa decisión es la que se ha soslayado deliberadamente durante demasiado tiempo. Todos eran plenamente conscientes de la gravedad, sin embargo, prefirieron mirar para el costado y postergar este abordaje para nunca.

Buena parte de esta realidad actual es hija de aquella inadmisible pusilanimidad dirigencial de líderes, no solo políticos sino también sociales, que han sorteado con un talento tan grande como su hipócrita actitud ante la comunidad.

En medio de esa disyuntiva vale la pena hacer foco en las consecuencias que hoy tiene la larga lista de equivocaciones, muchas de ellas derivadas de erróneas políticas públicas, que se implementaron con absoluta premeditación a sabiendas de su impacto futuro.

Ahora se están pagando los “platos rotos “ de adjudicar a mansalva privilegios de forma insensata. Ya se sabe que el deporte nacional por estas latitudes es distribuir graciosamente el dinero que los contribuyentes abonan compulsivamente.

Los políticos desde sus orígenes se han perfeccionado en el arte de asignar discrecionalmente recursos sin criterio alguno. En el último siglo su imprudencia ha crecido exponencialmente y no parece encontrar fronteras, salvo honrosas excepciones a las que se fustiga con una vehemencia que sólo encuentra explicación cuando se analiza la mediocridad y la miserabilidad de la clase política de esta era.

Un sinfín de regímenes especiales armados a la medida de las corporaciones de trabajadores de diferentes sectores, un ilimitado conjunto de personas que acceden a beneficios arbitrarios sin aporte alguno y la incorporación de las amas de casa ha sido solo una parte de este despropósito populista disfrazado de sensibilidad social.

El sistema de reparto es intrínsecamente inmoral ya que iguala sin justicia alguna. Le quita a los que aportaron durante un lapso mayor sus mejores remuneraciones para congraciarse con los que trabajaron menos tiempo con salarios más bajos. El supuesto mandato solidario opera con una violencia injustificable, pero goza de la aprobación de los cándidos y los pérfidos.

Se ha naturalizado el absurdo. Una fraudulenta dinámica piramidal se viene validando como si fuera aceptable. Los hijos mantienen, con este modelo “legal” a los padres ya que los que hoy trabajan tributan para pagarle a los que ya no pueden hacerlo. Más ruin imposible. A pesar de ello la inmensa mayoría de los ciudadanos aplauden este descabellado mecanismo.

En la cima del descaro aparece la discusión sobre la edad jubilatoria. Nadie quiere admitir públicamente que mantener idéntico límite para el retiro en este contexto es una monstruosidad.

En 1969 se instituyó que los varones se jubilarían a los 65 años y las mujeres a los 60, unificando parcialmente la controversial nómina de dispersos esquemas existentes. En esos años la expectativa de vida era justamente coincidente con esos 65 años. Actualmente la edad jubilatoria sigue siendo la misma que hace más de media centuria, pero la esperanza de vida es de 77 años.

Nadie debería desconocer que esa tendencia se está acelerando. La ciencia y la medicina prometen seguir aumentando la sobrevida de la humanidad, pero los políticos canallas no están dispuestos a abandonar su demagogia crónica y apuestan a seguir repartiendo lo que ya no alcanza. Por eso promueven la emisión monetaria y la existencia de un banco central. Por eso quieren altos impuestos y no les tiembla el pulso para endeudarse. No están preparados para desistir con sus horribles viejas prácticas que incluyen la dilapidación de los esfuerzos de la sociedad.

Es hora de asumir con seriedad la responsabilidad que les cabe a los que dicen que hay que reivindicar la acción política. Eso implica hacer lo que hay que hacer y no insistir con el facilismo como guía. Las edades jubilatorias deben incrementarse drásticamente, los que no aportaron no pueden gozar de esa prerrogativa y los que se sacrificaron no deben seguir siendo engañados.

Hay que sincerarse, por inconfortable que sea la tarea. Alguien tiene que asumir esta compleja labor y la sociedad debe renunciar a su complicidad con los esquilmadores seriales, esos mismos que han destruido el pasado y que pretenden rifar el futuro de muchas generaciones.

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