El infinito universo de las regulaciones locales

En épocas de profunda revisión de los paradigmas vigentes quizás sea muy pertinente poner foco en uno de esos temas que se han naturalizado con una malicia inadmisible. La maraña de normativas que complejizan la cotidianeidad definitivamente merece ser interpelada sin piedad.

Bajo un manto discursivamente bien pensado durante muchas décadas los funcionarios de turno, de cualquier color político, se han ocupado de legislar cuanta actividad humana identificaron. No solo lo hicieron en lo estrictamente económico, sino que los tentáculos de esa dinámica también se entrometieron en casi cualquier faceta de la vida en comunidad.

Para avanzar en esa dirección se dedicaron a escribir pormenorizadamente reglas a mansalva para que todo pudiera fluir tal cual ellos imaginaban, casi a la perfección. Esa “inflación” de artículos e incisos lo complicó todo, al punto de convertirse en una trama dramática.

En ciertos casos esa interferencia no fue inocua ni inocente. La premeditación respondía no solo a lo que se declamaba, sino que se constituyó en un medio muy eficaz para favorecer a quienes sacaron provecho económico de esa forma de concebir la marcha de una sociedad.

Algunos lo hicieron creyendo genuinamente que de ese modo protegían a los más vulnerables. No hubo mala fe en su accionar, aunque evidentemente en muchos casos no solo no consiguieron lo que esperaban, sino que terminaron siendo funcionales a otros intereses tan nefastos como disparatados.

Es hora de desanudar esa madeja. Ese esquema no ha logrado su meta central en la inmensa mayoría de las situaciones y sólo ha hecho todo más difícil, sin sentido alguno. Tal vez haya que tomar impulso y subirse a esta marea liberadora para ponerle energías a desarmar esta perversa ingeniería que se ha perpetuado inexplicablemente.

Para eso hay que entender primero el daño que esa enredadera ha generado y los motivos reales que impulsaron su existencia. En materia económica, cada regulación colocada ha construido una barrera de acceso para competidores, encareciendo el proceso que finalmente lo pagan invariablemente los clientes finales, las personas comunes.

La creación de esas normas tiene múltiples objetivos. Uno de ellos es bloquear el aterrizaje de jugadores que disputen mercados. Cuantos menos operadores sean mejor para los bribones. Si todo queda en manos de un pequeño grupo de protagonistas eso permite la cartelización y los acuerdos espurios de quienes sentados a la mesa se distribuyen cotos de caza sin pudor alguno.

Obviamente que ese modelo ruin no tiene un beneficiario único. Los implementadores de esos formatos se convierten en propietarios de un “kiosco”, es decir en armadores de un peaje artificial por el que hay que pasar para dejar una “contribución” a los que otorgan los permisos.

De más está decir que ellos nunca desactivaran esa operatoria que diseñaron con tanto esmero ya que perciben jugosas sumas de dinero a partir de su original herramienta que les posibilita facturar sin disimulo y tener un estilo de vida completamente injustificado.

Tampoco se ocuparán de desarticular ese engendro los que usufructúan directamente, esos que tuvieron la audacia de perpetrar una estrategia minuciosamente elaborada para hacer negocios a cara descubierta, disfrazados de empresarios inversores cuando en realidad jamás asumieron un riesgo ya que organizaron algo absolutamente esbozado a su medida.

Sin embargo, la víctima siempre es la misma. La gente es la única perjudicada por este mecanismo que favorece solamente a los pícaros que están en todos los mostradores. Los ciudadanos de a pie inexorablemente pagan todos los platos rotos de este despropósito.

Por eso es importante estar en alerta. Cada vez que un político explica la importancia de regular, o de mantener todo en el mismo lugar, existe el derecho a desconfiar plenamente, a observar con claridad quienes son los que salen alevosamente gananciosos en esa ecuación.

Seguramente no es casualidad lo que se sospecha. Los que obtienen dividendos desproporcionados solo lo pueden lograr gracias a una regla retorcida que paradójicamente los pone en la cima. Si es así, casi seguro que un partido, una facción, un político o hasta un funcionario aislado habilitó un sistema opaco que oculta un negociado, por prolijo que parezca.

Del otro lado, alguien está explotando esa ranura casi imperceptible. Los pillos de siempre, esos que están dispuestos a lo sinuoso y detectan con sagacidad estos nichos que nadie advierte, ya tomaron nota de que allí anida una fabulosa oportunidad que los desprevenidos no visualizarán fácilmente.

Es tiempo de desmantelar todo lo posible. No solo se trata de evaluar o aplaudir lo que se esté haciendo en el ámbito nacional, sino que es el momento de hacer lo propio en cada provincia y en cada municipio. De hecho, en esas jurisdicciones es donde se juega el mayor de los partidos, ya que en esos niveles el desparpajo es mayor y la infinita cantidad de “garitas” se reproducen al ritmo de las demandas políticas locales, siempre voraces y ávidas de abrir ventanillas de dudosa reputación.

Esta no es una responsabilidad exclusiva de la política. Ellos probablemente no moverán un dedo sin una exigencia cívica potente. Es la gente la que debe poner el asunto en el tapete, son las organizaciones de la sociedad civil las que tienen que exponer estos fraudes y ponerse firmes para terminar con tanta corrupción estructural que se ampara en supuestas bondades regulatorias para continuar esquilmando a los distraídos y abusando de los que aun no despertaron de esta pesadilla.

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