Luego de décadas de despotricar contra las divisiones que emergen y reclamar por un sistema de acuerdos siempre esquivo, se asoma una versión secundaria de lo ya conocido. Esta vez son otros los actores, pero el esquema persiste como si fuera una maldición eterna.
Durante años fueron muchos los que se ocuparon de este tema con enorme dedicación. Decían que era vital dejar atrás los desencuentros crónicos y que una sociedad madura estaba llamada a buscar coincidencias en todo momento y edificar espacios de entendimiento civilizados.
Esas consignas parecían repletas de sensatez, convocaban a una unidad en la diversidad, intentando acercar posiciones, especialmente entre los ciudadanos y repudiaban cualquier actitud hostil de esos dirigentes que fomentaban los antagonismos con fines meramente electoralistas.
Bajo estos paradigmas lo importante era ser conciliador, generar consensos, construir puentes para el diálogo y evitar caer en la manipulación que muchos sectores de la política promovían sin disimulo ni pudor alguno, intentado sacar provecho de las enemistades históricas y de las discrepancias ideológicas siempre vigentes.
Pese a la persistente prédica plagada de fundamentos razonables tanto los líderes como numerosos integrantes de la comunidad resistieron y continuaron profundizando la discordia y jamás siquiera lograron disminuir ni la magnitud ni la intensidad de ese abismo que se respira a diario en todo el territorio nacional.
Habrá que decir que nunca se trató de un fenómeno exclusivamente local. Muy por el contrario, con matices y singularidades, existe en muchas latitudes del mundo y por momentos pareciera absolutamente insuperable y hasta casi natural, como si fuera algo absolutamente propio de la especie.
A pesar de esa percepción angustiante y de la sensación de fracaso frente a esta incomodidad cotidiana, son muchos los que están completamente convencidos de que se debe seguir insistiendo y que no es bueno para nada bajar los brazos a pesar del paupérrimo resultado.
Cuando todo parecía indicar que la batalla debía continuar su propia senda tradicional, irrumpió un hecho político inusitado. La aparición de una nueva figura, impensada para casi todos, que vino de la mano de ideas disruptivas acompañadas de modos inusuales, significó un punto de inflexión inesperado.
Nadie vio venir esta bisagra. La minimizaron casi todos, pero ante la evidencia contundente y ahora inocultable, aquello que parecía improbable hoy no sólo es posible, sino que puede terminar siendo un desenlace con alta probabilidad de ocurrencia.
Aquel sector aparentemente marginal, sin chance alguna de una victoria, es ahora uno de los protagonistas y muchos analistas coinciden de que puede resultar el triunfador de la próxima contienda electoral. Ante ese panorama todo lo conocido hasta aquí ha entrado en ebullición y las reacciones han sido de todo tipo, sorprendiendo a cada paso a propios y extraños.
Lo paradójico es que aquella grieta que tanta atención concitó durante años ahora parece desvanecerse, pero no por la disolución de los motivos que la originaron sino por un desplazamiento del debate público.
Los mismos intelectuales y académicos que bregaban hasta hace poco por la unidad social ahora se han transformado en los principales propagadores de esta flamante irritación. Están asustados ante la posibilidad de que quienes consideran peligrosos, lleguen a su meta.
Ante esa circunstancia hacen planteos extremos validando escenarios de quiebre institucional, sembrando miedo por doquier y amenazando con las consecuencias que para ellos involucra una opción cívica determinada. Es exactamente lo opuesto a lo que venían afirmando hasta hace unos meses atrás.
Parece que su rechazo visceral a ciertas ideas los ha llevado a convertirse en agoreros del apocalipsis. Si el resultado no es el que desean la democracia ya no tiene razón de ser.
Sólo respetan el sistema si todo se acomoda a sus convicciones. Es triste pero sus principios no toleran una simple prueba ácida. Es fácil defender instituciones cuando todo se ajusta a lo anhelado, pero la demostración empírica de que se cree en un determinado valor es justamente cuando lo que sucede no encaja con lo propio.
Son momentos difíciles. Los cambios pueden sacar de la zona de confort no solo a las clásicas corporaciones establecidas, sino también a los jugadores que parasitan desde una cuestionable dinámica. Quizás eso explique parcialmente el patético presente de esta nación.
No hay que “engancharse” en el juego de los que promueven el odio. Ni de una vereda ni de la otra. Esta visión simplista de que los malos están siempre sólo de un lado del mostrador puede ser muy temeraria además de esencialmente falaz.
Nadie tiene el monopolio de la razón, ni tampoco de la bondad. Los que vociferan discursos grandilocuentes desde falsos altares merecen ser analizados con mucho criterio y ecuanimidad, con sentido crítico y con la mayor imparcialidad que sea factible.
Parece muy difícil identificar a los que pueden “tirar la primera piedra”. En un ámbito tan crispado, con tanta agresividad verbal, los modales son sólo una parte de esa liturgia controversial. Cada uno con su estilo alimenta esa distancia y bombardea los puentes que sostienen la convivencia armónica.
El respeto por la democracia, por lo que piensa el otro y por su proyecto de vida no se recita, sino que se ejerce. Ser coherentes en esta era no es tarea sencilla. Si efectivamente se cree en ciertos valores que se verbalizan de manera grandilocuente pues va siendo hora de ponerle el cuerpo a lo dicho y trabajar por esa coexistencia de la que tanto se habla, independientemente de los vaivenes electorales.