Este es uno de esos temas que quedan de lado a la hora del debate público pero que merecen una mayor atención, especialmente cuando tanto se habla de mejorar e invertir en educación y cultura, mientras algunos cínicos que patrocinan estas loables metas traspasan todas las barreras y delinquen sin pudor.
El éxito suele asociarse casi linealmente con el progreso económico. Esta afirmación es intrínsecamente falaz ya que esta percepción de llegar a la cima no siempre tiene que ver con esa dinámica, sino con otras tan intangibles como apreciadas. Después de todo, cada individuo es el único que puede juzgar su propio sendero con precisión, ya que solo él conoce sus expectativas y anhelos.
En realidad, enumerar propiedades puede ser una de las unidades de medida, pero lejos está de poder considerarla de un modo aislado, ya que no siempre quienes consiguen una posición aparentemente envidiable obtuvieron esos logros gracias a conductas verdaderamente elogiables e imitables.
Por estas latitudes, sobran en el universo doméstico los malandras que se enriquecieron de un modo tan veloz como sospechoso y opaco. El desmedido deseo de triunfar puede conducir a veces a la búsqueda de trampas que permitan llegar más rápidamente y evitar esfuerzos. Los más traviesos y audaces advierten esta posibilidad mientras sus escasos escrúpulos habilitan ese perverso itinerario sin culpa alguna.
Es que las actividades más lucrativas, fundamentalmente las que generan recursos con inusual celeridad, suelen estar en la vereda cercana a la del delito rozando lo incorrecto. La apropiación de lo ajeno, la comercialización de sustancias prohibidas y la corrupción estructural son parte de esa escenografía cotidiana en la que se verifica con creces lo redituable de ese accionar y por eso resultan tan atractivas para los inmorales crónicos.
Se entusiasman con el dinero fácil, disfrutan de la abundancia mal habida y creen que ese estatus es sinónimo de gloria. Su despliegue obsceno produce nuevas “amistades” de dudosa sustentabilidad y funciona como un imán para los aduladores que aplauden las andanzas del personaje mientras todo parece andar sobre rieles.
Lo que no registran estos despreciables sujetos es el brutal costo personal y familiar de ese recorrido. Queda claro que la ética no está en su radar ya que si así fuera no hubieran accedido con tanta liviandad a este espejismo tan fugaz como frágil.
Si reflexionaran profundamente sobre las consecuencias de su patético proceder quizás eso serviría como una suerte de freno inhibitorio para no cruzar esa delgada línea de la cual parece casi imposible regresar.
De lo que no toman nota además esos fulanos es que su castillo de naipes es tan endeble que, aunque puedan evitar las garras de la siempre cuestionada justicia lo que no lograrán eludir es el juicio de la sociedad. Una vez que son detectados, y esto ocurre cada vez con más premura, no podrán caminar por las calles, y en ciertos casos ni les quedará la chance de mirar a los ojos a sus propios hijos.
Algunos dirán que no tienen vergüenza. Claro que ellos saben lo que está mal, pero se contentan minimizando su esquema bajo el lema de “todos lo hacen”. Aun si su argumento fuera suficiente para calmar sus sombrías conciencias lo concreto es que jamás tendrán el respeto de sus comunidades. Eso no se compra, ni se arregla tan sencillamente.
La evidencia empírica dice que se puede estafar a casi cualquiera, que es posible inclusive engañar a muchos durante algún tiempo, lo que no parece razonable es suponer que esa fama se convertirá alguna vez en prestigio.
Para obtener reconocimiento social se precisa de talento genuino, de respetabilidad obtenida de la mano del esfuerzo consistente, de probidad percibida por quienes pueden dar fe de una trayectoria que, sin estar exenta de tropiezos profesionales, da cuenta de un viaje coherente repleto de virtudes que lo hacen absolutamente meritorio.
En esos casos la buena reputación puede venir acompañada de prosperidad económica y hasta es muy probable que sea celebrada por quienes consideran que esa fortuna está completamente justificada y respaldada por un camino espléndido que se corresponde con una recompensa equitativa.
A veces ambas aristas no vienen acopladas, pero seguramente los que han hecho las cosas bien, los que se han ganado la vida con dignidad, con esmero recibirán un premio mucho más valioso que una eventual retribución monetaria, cuya expresión cabal será la admiración de la mayoría de la gente.
Tal vez lo más importante de todo finalmente sea el legado, el mensaje que se puede dejar a las siguientes generaciones, sobre todo en el ámbito de los afectos. Si no se puede aprobar ese examen todo lo otro tiene bastante poca relevancia. El patrimonio si no fue construido con valores, con honestidad e integridad durará algún tiempo, pero lo más trascendente es que nadie estará genuinamente orgulloso de lo mucho o poco conseguido.
Para pasar a la historia inclusive la del pequeño círculo íntimo hace falta mucho más que una cuota de picardía. Hay que tener criterio y la tranquilidad de haber dado el máximo para superarse y para que los que quedan tengan al menos la satisfacción de saber que con errores y aciertos se hizo el mejor intento de hacer lo adecuado, resguardando el honor, quizás el único valor que habrá tenido sentido después de una vida tan efímera como circunstancial.