La imprevisible desorientación de la casta
Se burlaron de su impronta mientras ninguneaban su talento. La clase política tradicional y cada sector periférico que los rodea siente ahora amenazada, más que nunca, su dinámica histórica.
Alguien debería, a estas alturas, reconocerlo. Los protagonistas del pasado no vieron venir ni al actual Presidente ni a esa sociedad harta de los atropellos, pero hasta entonces incapaz de hacer algo al respecto.
La “casta”, esa denominación tan descriptiva como ambigua, tan genérica como contundente, parece hoy absolutamente apabullada, sin capacidad de reacción, tratando de entender en qué momento perdió el control.
Es que la mayoría de sus integrantes más representativos, es decir los políticos y los sindicalistas, los empresarios prebendarios y las organizaciones profesionales, por solo citar parte de ese gigantesca entramado, no pueden despertarse ante este inusitado tsunami.
Es increíble ver la indisimulable gestualidad que los lleva a incriminarse a sí mismos. Ni siquiera logran conservar la compostura física. No intentan al menos fingir en medio de tanta incomodidad. Se les ha ido de las manos hasta esa perversa destreza tan natural en ellos que usaban para actuar con cinismo frente a lo elocuente.
La mejor explicación posible es que están totalmente desorientados. No tienen claro hacia dónde ir. Quizás se sientan superados y es por eso qué no logran ver una salida ante esto que se presenta como un alud imposible de detener.
Algunos lo venían asimilando lentamente, pero casi nadie alcanzaba a visualizar hasta dónde llegaría la jugada. Son muchos los que suponían que se trataba de una mera puesta en escena, un simple amague irrelevante, una intimidación que servía para configurar un relato pero que no se implementaría jamás.
Hay muchas evidencias de que no tienen la más mínima idea de cómo escapar de este laberinto. Algunas podrían ser elucubraciones sin elementos, pero otras son tan alevosas que resulta imposible no mencionarlas.
En el clásico discurso de apertura de sesiones ordinarias, el primer mandatario fue duro con el contenido, pero inusualmente cuidadoso en sus formas. Esa actitud dejó poco margen para hacerse los distraídos.
Las clásicas quejas sobre su estilo personal, su comunicación estridente, ya no son de utilidad para poner el foco en esa arista que de secundaria se convertía en estelar para los que no tienen respuestas a las inquietudes verdaderamente vitales.
Esa había sido siempre la excusa perfecta para no hablar de lo esencial. Ponerle energía a criticar los modos posibilitaba esquivar la discusión central y hasta simular cierta racionalidad.
Ante la pulcritud de la presentación eludir el corazón del mensaje se presenta como un reto muy sofisticado. Por momentos parecía que esperaban con ansias ese tropiezo para así tener elementos para articular sus superfluas reflexiones.
Sus rostros fueron demasiado expresivos y su escasa cintura para decidir que aplaudir y que no, también. Han quedado muchos de ellos al desnudo. Tuvieron un comportamiento inocultablemente corporativo, repleto de pudor ajeno en algunos casos.
Estaban más preocupados con evitar ofender a sus pares que con intentar representar a los ciudadanos o congraciarse con sus votantes. Insólito pero real. Han extraviado la brújula definitivamente.
Tal vez sea momento de que abandonen su soberbia. Ya no son lo que fueron, ya no lo manejan todo a discreción. No solo los vienen vapuleando hace meses en los medios de comunicación y en las plataformas tecnológicas, sino que ahora han quedado al desnudo y la gente se les anima como nunca sucedió antes.
Muchos de ellos han elegido esconderse, aislarse, dejar de frecuentar lugares a los que antes asistían. Reprimen conductas de todo tipo. Tomaron nota de que su desprestigio es tal que tienen que ocultar sus viajes y hobbies, que ya no pueden tomarse fotos en ciertos sitios por temor a la demoledora respuesta social.
Soplan nuevos vientos. Y todo parece indicar que en eso no hay marcha atrás. Lo más interesante es que esto no depende del éxito o fracaso de la economía, de la mejor o peor gestión, sino de cuestiones de una enorme profundidad moral.
Habrá que decir que abusaron de sus privilegios, que colmaron la paciencia cívica, que se pasaron de rosca y que la gota que faltaba ya rebalsó el vaso. De eso no se vuelve y deben registrar que su impune inercia ha concluido.
No es novedad que muchos de ellos permanecen en esta actividad porque aquí alimentan sus egos y sus arcas personales. Tal vez el desconcierto tenga vinculación con eso. Sus incentivos materiales y de poder se están desvaneciendo a una velocidad impensada.
No están preparados para cambiar de rubro ni conocen otro modo de vivir bien que no sea el que se deriva de la corrupción y de los negocios inconfesables que los tienen como conductores.
No saben generar riqueza, ni podrían sobrevivir con ese estándar en el competitivo mundo del capitalismo. Por eso detestan esas ideas, por eso desprecian al mercado. No son prejuicios ideológicos los que le impiden abrazar lo correcto, es su propia impericia para triunfar en ese complejo andamiaje que tampoco decodifican.
Se vienen equivocando hace mucho. No leyeron ninguna etapa de las anteriores. Su olfato se ha deteriorado al punto tal que no logran identificar el sendero por el cual deben circular a partir de ahora.
La casta no sabe qué hacer. No solo viene perdiendo la batalla, sino que se ha quedado sin un plan para transitar este mar de contratiempos. La gente los ha acorralado y se están dando cuenta que salir de este lío no será nada fácil. Quizás deban admitir que se terminó el juego.