La inexorable finitud del poder

Son demasiados los que por alguna circunstancia particular alcanzan posiciones de relevancia y luego se obnubilan con esa coyuntura suponiendo que eso jamás concluirá sin registrar que existen ciclos y que todo se irá diluyendo.

Parece una obviedad, sin embargo, esa desconexión opera en múltiples ocasiones y en una diversidad de niveles. No solo funciona así en lo político, donde se hace muy elocuente con aristas absolutamente insólitas, sino que también sucede en organizaciones civiles de diferentes áreas de interés.

Evidentemente se trata de la esencia humana. Una vez que un individuo se vincula con ciertos estamentos y comprende la potestad que tiene para tomar decisiones relevantes no logra procesar que esa instancia temporal tiene naturalmente, como casi todo en este planeta, una fecha de vencimiento.

Si bien en la vida personal esas fronteras están presentes, son difusas en cuanto a su día de extinción. Cuando de cargos institucionales se trata todos saben que eso ya tiene, a priori, un límite que hasta está establecido en el calendario indubitablemente.

Por lo visto esa dinámica se ha universalizado irracionalmente. Algún extraño mecanismo intelectual les hace creer a esos jugadores que su encumbramiento durará por siempre y que nadie podrá luego desplazarlos, siendo que es eso justamente lo que está no solamente instituido con formalidades explícitas, sino que se ha fijado deliberadamente como un freno para garantizar que nadie concentre las determinaciones despóticamente.

La experiencia empírica dice que se acostumbran a tener secretarios, privilegios, prerrogativas y un sinfín de atribuciones completamente controversiales que vienen de tradiciones, normativas y hasta malentendidos que dan por sentado un montón de cuestiones de dudosa legitimidad.

Esas pésimas costumbres se han instalado perversamente al punto que no solo quienes hacen uso de estas las reclaman como propias, sino que también el resto parece aceptarlas con una mansedumbre totalmente inexplicable.

El modo de darle un corte a estos patéticos abusos es de orden cívico. Si todos validan esto, por acción u omisión, nada cambiará. Si la mayoría los condena sin concesiones, el esfuerzo por disimular emergerá, pero todos comprenderán que la tolerancia con esos comportamientos inadmisibles ya no tiene aliados y entonces se abrirá el camino hacia la sensatez. 

Los excesos en nombre del poder no encuentran justificación alguna. Sin embargo, sus referentes, en cualquier jurisdicción o estamento, en el gobierno y en la jerarquía que sea, perseveran en la idea de continuar con sus nefastas prácticas.

Si tuvieran siquiera una pizca de criterio podrían visualizar con enorme claridad que están allí, en ese lugar, exclusivamente gracias a la decisión de otros que no los seleccionaron para aprovecharse de nada, sino solamente para cumplir con un rol de gran trascendencia.

Su arrogancia visceral no otorga derecho alguno para creerse superior a sus pares y mucho menos para gastar dinero ajeno en nombre de vaya a saber qué retorcida lógica. Por lo que se ve las “alfombras rojas y las luces” detonan el cerebro de estos dirigentes. Se sienten dueños de todo lo que está a su alrededor y detestan la posibilidad de perder un centímetro de su presente.

Cuando la ley les dice basta, entran en una profunda crisis. Su impotencia los vuelve impredecibles. Unos pocos caballeros se retirarán del juego con dignidad mientras los más buscarán atajos para quedarse a como dé lugar, por las buenas o por las malas, de una manera amable o testando a algún alfil para que los siga representando indirectamente.

Va siendo hora de “educar” a los más pícaros, de mostrarles que el poder reside en la gente, que ellos son depositarios de una confianza que más tarde o más temprano culmina, y que están allí por un lapso breve y que, una vez finalizada su misión, independientemente del resultado, deben proseguir con sus vidas como un mortal más, sin ninguna ventaja respecto de los demás.

 Es duro para ellos, muy difícil de asumir semejante cuadro, pero así debe ser. El síndrome de abstinencia del poder solo es intolerable para los que viven equivocados. Los que entienden el sentido de la alternancia, los que comprenden que todo tiene una etapa y que el mundo sigue girando aun cuando los personajes se sucedan unos a otros, logran superarlo sin grandes dramatizaciones.

La apuesta es que la sociedad sea menos ingenua, que tome nota de los disparates que alimenta, a veces ingenuamente y sin intención alguna, y que no caiga en la trampa de la adulación y de los aplausos desproporcionados. Las mentes débiles y las personalidades frágiles torcerán el rumbo y querrán quedarse por décadas sin argumento alguno. 

Las nuevas generaciones deberían estar observando esta modalidad para no repetirla. Nada bueno ha salido de ese prisma con el que muchos grandes protagonistas del pasado miraron la realidad equivocándose sin pudor ni culpa. Es el momento de asumir el papel adecuado. La gente diciendo hasta cuándo y los lideres del futuro cumpliendo con sus responsabilidades, terminando sus mandatos y retirándose con la frente alta.

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