Para muchos lo que está sucediendo es una calamidad. Una desgracia que no los representa y por lo tanto dinamitan cualquier acción gubernamental. Otros confían en este rumbo y apuestan con determinación a sacarle el máximo provecho a esta patriada. Un tercer espacio ha quedado prisionero de un laberinto de sensaciones demasiado ambiguas que no encuentran una salida.
Esta circunstancia se presenta de tanto en tanto, pero hoy toma una relevancia superlativa dadas las particulares características del momento. La debacle de los partidos tradicionales y la incapacidad de los viejos liderazgos para solucionar los problemas estructurales configuran un combo poco habitual que invita a un análisis diferente a pesar de las eventuales similitudes con procesos históricos aparentemente idénticos.
Para los detractores no hay mucho que pensar. El presente es malo y el futuro, desde su percepción, será peor. Ellos no esperan que nada bueno ocurra. De hecho, cualquier dato positivo será soslayado, ignorado o inclusive utilizado para mostrar que los intereses del oficialismo valoran aspectos intrascendentes.
Ya tienen la decisión tomada por adelantado. Afirman que esto no funciona, que no sirve, que es intrínsecamente malo y que todas las medidas están orientadas a perjudicar a un sector y beneficiar a ciertos grupos malvados que definen como afines al poder de turno.
Razonar o intentar plantear aristas puede ser inconducente. Les interesa no dejarse convencer ya que eso implicaría asumir fracasos del pasado, admitir que no tenían argumentos y muchas veces el orgullo de no reconocer lo evidente es más importante que el resto, por contundente que pudieran ser las elocuentes demostraciones empíricas.
Los seguidores del gobierno podrían caer en una trampa parecida. Sus deseos de que esta dinámica sea exitosa podría llevarlos a minimizar los tropiezos y estimar en demasía los logros. También ellos ya tienen un dictamen sobre la marcha de los acontecimientos. Sostienen que lo que se está haciendo es correcto y por lo tanto hay que profundizar este recorrido apoyando a quienes lo están implementando.
En el medio de estos dos bandos hay una enorme gama de grises. Se trata de ciudadanos que observan los hechos con un prisma que permite identificar luces y sombras. Para ellos no todo está mal, pero tampoco todo está bien. Entienden que se ha avanzado varios casilleros en el sentido anhelado, pero también advierten fallas a las que prestan atención marcando sus disconformidades sin dobleces.
En esa incómoda zona de matices se pueden ver con claridad las posiciones más cercanas y también las más lejanas a la actual administración. Están allí los que tienen varias sincronías con el camino elegido, pero que a pesar de esa visión general apuntan lo que les molesta sin pudor alguno. Pero al mismo tiempo algunos que critican con potencia aceptan que ciertas victorias están a la vista y no deben ser pasadas por alto.
En este ámbito tan amplio como difuso cabe tal vez la necesidad de detenerse para reflexionar sin estridencias, ya que efectivamente están abiertos a un debate con prejuicios, pero con la disposición para entender mejor el singular instante que se está atravesando.
Un ángulo que merece ser considerado es el del perfeccionismo. Esa inercia de algunos individuos no suele ser una buena práctica. Los humanos no son perfectos, por el contrario, son esencialmente imperfectos. Para las personas de fe quizás Dios podría alcanzar ese umbral, pero no los mortales que están inexorablemente dotados de virtudes y vicios, de magníficos valores y de inaceptables falencias.
Es difícil imaginar los motivos por los cuales alguien bien intencionado rechazaría un desenlace subóptimo, que no es excelente, siendo que su realidad hoy es deplorable. Es decir, prefiere, aparentemente, seguir peor que adelantar pocos pasos.
Parece un capricho, un berrinche. O el máximo o nada. O lo perfecto o a seguir como hasta hoy. Cuesta comprender semejante nivel de disparate intelectual. Terminar coincidiendo con delincuentes e inmorales, quedar del mismo lado, debería ser suficientemente orientador.
Si se adhiere a la visión de los que antes hacían todo mal, tal vez sea esa una señal inconfundible de que no se está obrando con astucia. Ese síntoma, por sí mismo, debería ser suficiente para convertirse en una alarma muy potente.
Algunos, con gran arrogancia, dicen que no acuerdan con lo de ahora por una cuestión de convicciones. Entienden que, a pesar de las buenas propuestas, las formas utilizadas no son las adecuadas, o en el articulado de una norma se omitió algo que, a su juicio, debería incluirse y entonces aborrecen de todo sólo por un asunto, tal vez importante, pero no central.
Se esconden muchas veces en ese rechazo lo estrictamente personal. Confundir ideas con personas no es ni inteligente ni apropiado. Una visión de un amigo puede ser una catástrofe. La simpatía personal no debería impedir detectar yerros. A la inversa alguien a quien se evalúa negativamente por lo que fuera no está equivocado automáticamente sólo porque resulta antipático por vaya a saber qué incidente previo.
Hay que cuidarse de no transformarse en alguien visceral e irracional. Eso puede hacer que los juicios propios se constituyan en una secuencia de errores no forzados y de injusticias que perjudiquen las chances del progreso. Es posible que sea imperfecto, pero tal vez es la mejor oportunidad disponible.