La pretendida impunidad periodística

La libertad de expresión ha sido siempre una bandera defendida a viva voz por todos los comunicadores. Es indudablemente un valor por proteger en las sociedades abiertas. Sin embargo, pareciera que algunos se consideran propietarios exclusivos de ese derecho y eso abre la puerta a una compleja polémica con múltiples aristas.

Históricamente los gobiernos han sido severamente interpelados por aplicar diversas herramientas para censurar a quienes, desde los medios de comunicación, criticaban cualquier decisión de política pública o declaración de un funcionario.

Con matices, cada gobierno, en su época, ha recurrido a objetables prácticas que intentaban limitar el ejercicio de ese legítimo atributo. Algunos fueron muy lejos y emplearon burdos mecanismos para esconder sus profundos deseos y se ampararon en subjetivas visiones para ponerle freno a los eventuales cuestionamientos.

Hasta aquí nada nuevo bajo el sol. Lo cierto es que en los últimos tiempos se ha asomado una faceta poco frecuente que tiene que ver con una hipersensibilidad sectorial manifiesta por la cual los habituales opinadores en vez de tomar la ofensiva tradicional han pasado a victimizarse al sentirse blanco de los ataques oficiales.

Por momentos se percibe con enorme preocupación que los que consideran que el derecho a opinar libremente es intocable, aspiran a que eso sea válido solamente cuando son ellos los que juzgan el accionar de terceros.

Extrañamente, y aplicando una inocultable doble vara, cuando esa posibilidad de decir lo que se piensa la ejerce otro y son ellos los que reciben los adjetivos calificativos negativos, alegan un peligroso riesgo para la democracia y una amenaza a la institucionalidad.

Es realmente preocupante observar cómo pretenden tener una suerte de impunidad discursiva unilateral por la cual ellos sí pueden decir lo que les plazca sobre cualquier personaje del sistema amparados en un esquema inapelable, pero paradójicamente eso no rige cuando la andanada de comentarios discordantes se vuelve en su contra.

Quizás no creen en la libertad de expresión, sino que utilizan ese fabuloso paraguas para desplegar una profesión que asumen que debe ser resguardada por todos como una reserva moral irreprochable.

Para criticar hay que estar dispuesto a ser criticado. Es demasiado obvio y elemental, pero a la luz de las actitudes de muchos, no parece serlo para quienes se han atrincherado en un lugar desde el cual orgánicamente rechazan cualquier intento de reproches.

Es paradójico y también muy difícil de entender esta mirada tan contradictoria como injustificable. La prueba ácida para demostrar convicciones no pasa por aprobar lo que coyunturalmente conviene, sino en la capacidad para defender una consigna inclusive cuando no resulta favorable a los intereses personales.

La dinámica corporativa es aún más estruendosa y levanta ciertas razonables sospechas. Recibir apoyos y solidaridad de los colegas frente a un cuestionamiento no aporta argumentos, sino que, por el contrario, despierta las alarmas ya que por instantes parece más una postura cercana al espíritu de cuerpo que al desfile de un análisis sensato de la polémica.

La política siempre debería hacer una autocrítica. Los resultados son inexorablemente imperfectos inclusive en los casos que el balance general pudiera ser positivo. Es absolutamente poco usual escuchar a los líderes arrepentirse de sus acciones fallidas o de sus declaraciones inadecuadas. De eso no hay duda alguna.

Pero eso no convierte a la actividad periodística en inmaculada. Tampoco allí se recuerdan casos de lideres de opinión que se hayan retractado de sus pronósticos equivocados o que revisaran sus actitudes erróneas del pasado cercano.

Para pedirle humildad a la política, hay que poder mirarse al espejo y sortear ese difícil escollo de la integridad moral. Pararse en un supuesto púlpito desde el cual se castiga a todos y esperar que nadie del otro lado diga nada, suena a desproporcionado y hasta de una osadía inaceptable.

La política tiene mucho que mejorar, quizás mucho más que ninguna otra actividad humana. El periodismo no es la excepción a la regla. No se trata de una banda de superhéroes ni de personas superiores. Son mortales e imperfectos como todos, aunque muchas veces se quieran presentar ante la sociedad como una raza superior, que tiene la pretendida potestad de no recibir ningún planteo negativo.

Bienvenidos al mundo libre, ese en el que todos somos iguales ante la ley. Cada uno debe hacerse cargo de sus decisiones, sin privilegios especiales, ni mantos de protección diferenciados. La libertad de expresión no está en juego si todos aceptan ser cuestionados por otros independientemente de los roles que a cada uno le toque desempeñar.

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