La resistencia a las reformas de fondo

La dinámica política de este tiempo plantea nuevas reglas de juego que muchos prefieren minimizar y hasta repudiar. La imposibilidad de asimilarlas genera reacciones defensivas casi instintivas que evitan lo que consideran peligroso o desconocido.

A pesar de los numerosos interrogantes que emergen a partir de propuestas novedosas y poco convencionales, un sector importante de la sociedad prefiere asumir ciertos riesgos y creer de manera optimista en ese esquema sin demandar precisiones.

Esa actitud, incomprensible y hasta injustificable para muchos, es hija de una certeza irrefutable. La mayoría sabe, porque lo ha vivido en carne propia, que los pequeños giros, los remiendos provisorios y las postergaciones infinitas no han dado resultados a la fecha.

Se podrá teorizar al respecto, se aportarán testimonios que ahonden en coyunturas particulares o instancias políticas singulares. Lo concreto es que nada de lo probado ha funcionado y que solo quedan en pie narrativas fallidas de escasa credibilidad y simpáticos alegatos vacíos.

Ante semejante evidencia empírica, la retórica se torna insuficiente y entonces todos salen en búsqueda de nuevas visiones. No es necesario entenderlas ni fanatizarse respecto de sus probabilidades de éxito. Solo hay que otorgarles el beneficio de la duda frente a las cantinelas tan repetidas como ya fracasadas.

En ese marco, se asoman con determinación proyectos disruptivos, reformas profundas, planteamientos que pretenden ir al hueso para atacar las causas y no los efectos. El foco está puesto ahora en resolver la problemática y no en mitigar o emparchar transitoriamente.

Cuando estas cuestiones toman volumen en la opinión pública los anticuerpos aparecen con celeridad. Los que siempre apostaron por el gradualismo se enojan y tratan de asustar con las posibles consecuencias de avanzar con tanta potencia. Advierten sobre el eventual impacto de ir tan rápido y desordenadamente hacia un objetivo que no se animan a criticar abiertamente.

Bajo esa perspectiva puede resultar interesante analizar las razones por las cuales personajes que ya han gobernado en el pasado y que han promovido algunas políticas públicas que no demostraron efectividad, rechazan con tanta vehemencia ciertas iniciativas.

A priori, se podrían identificar dos alternativas, que inclusive podrían combinarse mutuamente. La primera es avalar la posibilidad de que no comprendan acabadamente la naturaleza de las transformaciones en ciernes. No sería necesariamente una “ignorancia manifiesta”. Existe la chance de que se las excluya al no encajar en los paradigmas tradicionales, que no se conozcan antecedentes compatibles o que no hayan investigado antes de hacer hipótesis sin mucho sustento.

No conocer una forma inusual de ver la realidad no es un pecado letal. En todo caso sería bueno abrir la mente y admitir variantes que no se visualizan con total claridad. Si se tiene honestidad intelectual esto sería saludable ya que inclusive se podrían aportar miradas complementarias que enriquecerían las intenciones de cambio que ahora están en el tapete.

Pero más preocupa otra posibilidad que no se debería descartar de plano tan livianamente. Es muy probable que la resistencia a avanzar con las reformas en discusión tenga una vinculación directa y descarada con los intereses a los que circunstancialmente perjudican las medidas.

Hay una tendencia natural a creer que el intercambio es sincero, que efectivamente los que se oponen están preocupados con lo que le pasa a la gente y que intentan evitar el sufrimiento ajeno. De hecho, cuando argumentan sostienen que el modelo de cambio supone deshumanización y que el gobierno carece de sensibilidad social.

Sin embargo, las ideas que esos mismos actores oportunamente apoyaron e inclusive implementaron son las mismas que exhiben hoy no sólo números fríos espantosos, sino situaciones trágicas, como la elevada inflación, salarios deplorables y pobreza inaceptable, por solo citar algunas aristas.

Es una paradoja escucharlos. Los que hoy se horrorizan con las políticas actuales jamás reaccionaron ante los estándares educativos lamentables o los dramas endémicos del sistema de salud. No se sonrojaban con la indigencia, pero hoy declaman grandilocuentes citas frente a una realidad que describen con una crudeza que antes ocultaban bajo la alfombra.

Los que hoy se escandalizan, han sido cómplices o hasta partícipes directos de nidos eternos de corrupción, promovieron privilegios de todo tipo, contribuyeron con el crecimiento de empresas prebendarias con métodos tan opacos como eficaces, instalaron monopolios legales artificiales sin pudor y ahuyentaron a los inversores genuinos con la inseguridad jurídica que siempre alimentaron para provecho propio.

Su pasado los condena. Han perdido autoridad moral para utilizar consignas éticas. Gozan de la impunidad discursiva que sus puestos parlamentarios les otorgan o de la garantía constitucional que les asegura libertad de expresión. Lo que no pueden es obtener legitimidad. La gente ya los conoce y recuerda la historia de cada uno.

Sus palabras han perdido valor y en ocasiones se les nota demasiado que defienden intereses políticos, o peor aún, reportan a las corporaciones sindicales, empresarias o de cualquier orden que se esconden premeditadamente para no dar la cara y envían a estos siniestros dirigentes para levantar la voz en estos ámbitos institucionales.

Los que no quieren reformas laborales le están cuidando la caja a los gremialistas, los que fomentan la industria nacional protegen subsidios que pagan los contribuyentes para beneficio de unos ineficientes fabricantes que parasitan sin despeinarse, los que se llenan la boca hablando del Estado presente son los mismos que usan las arcas públicas para designar militantes, simpatizantes y amigos del poder.

Hace falta un debate más transparente, con todas las cartas sobre la mesa. La hipocresía y el cinismo no ayudarán en el camino hacia un país mejor que pueda progresar y vivir en armonía.

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