Desde la llegada del batllismo al poder a través de su fundador en 1903, todos los gobiernos hasta hoy, incluyendo a la dictadura militar (1973-1985), han mostrado una clara tendencia a dar continuidad al estatismo populista inaugurado por José Batlle y Ordóñez.
El advenimiento del neobatllismo en la mitad del siglo pasado, agregó un elemento más al cocktail político autóctono. Con Luis Batlle Berres, el estatismo se amplió hasta niveles imprevistos y el populismo pasó a ser el ingrediente electoral preferido para sumar votos. Un capitalismo de amigos que en nada se diferenciaba del mercantilismo, favoreció tanto a grandes empresas como a diversos intereses corporativos.
Esa visión del Estado y del ejercicio práctico del poder, perdura hasta nuestros días.
¿Ha sido del todo malo? Creemos que no. Uruguay es hoy un país socialmente estable, pero consideramos imprescindible y urgente comenzar a ajustar los engranajes desde un enfoque más liberal, para frenar a tiempo un posible colapso económico o institucional como los ya ocurridos en el pasado.
Y esa idea va más allá de partidos políticos o resultados electorales.
Con la excepción del histórico Semanario Búsqueda, en los períodos en los que contó con la dirección de periodistas liberales de la talla de Danilo Arbilla y Claudio Paolillo, la prensa y los medios de comunicación en general, se han adaptado mayoritariamente a mantener un funcionamiento acorde con el sentir de los políticos, direccionando ideas, información destacada y opiniones.
El debate como elemento esencial del crecimiento en democracia, ha quedado relegado a un cruce de adjetivos, críticas y agresiones, sostenidos de vereda a vereda, sin más objetivo que el de mantener las rivalidades encendidas para lograr diferenciarse, lograr mayorías y alcanzar el poder.
Por esa razón, cuando esta semana el diario El País publicó un titular que recordaba “El día que Sanguinetti le preguntó a Lacalle ¿qué te queda de tu liberalismo?», a nadie sorprendió la información ni mucho menos el comentario del expresidente que la acompañaba: «Bienvenido al club, yo te hacía liberal. Lo que te ha pasado es que descubriste el Estado. Antes lo mirabas, ahora estás adentro y empezaste a querer al Estado».
Hacer política aprovechando la enorme participación estatal en Uruguay, es demasiado tentador para quienes se vuelvan “profesionales” de la política.
El problema es como ve el ciudadano común esa reacción natural del político acomodado.
Aquellas clases de liberalismo de Lacalle Pou improvisadas con la sorpresiva llegada de la pandemia y el concepto de que el individuo debe ser priorizado y defendido de la opresión del colectivo manipulado o del Estado representado por un burócrata empoderado, poco a poco se diluyeron.
Sin embargo, es esencial que el derecho natural prevalezca ante la presión de un derecho positivo construido por los políticos, muchas veces a contrapelo del sentido común. Más allá de las tendencias ideológicas que pregona cada uno de los partidos políticos que integran el Parlamento, la democracia es tan sólo una palabra hueca si no sirve al ciudadano. Gane quien gane, cada votante necesita poder expresarse libremente y saberse representado.
Un sistema político en el cual se pudiera elegir candidato a presidente, al senado y a diputados de diferentes partidos y permitiera seleccionar sus nombres sin que estos vengan impuestos desde una lista sábana, podría ser un gran catalizador.
Estimularía el interés de los ciudadanos por participar y decidir, sin necesidad de imposiciones antipáticas y abusivas como la del voto obligatorio.
En este país, las ideas liberales, tienen mucho trabajo por delante.
Tal vez no interesen a los políticos, para ellos no resultan prácticas.
Pero cada vez interesarán a mayor cantidad de ciudadanos pensantes, que valoren y practiquen la libertad de elegir.