La vertiginosidad de los cambios ha impuesto una dinámica que muchos no identifican a la velocidad necesaria. La obsolescencia de ciertas ideas se acelera y en ese contexto son muy pocos los que logran adaptarse con éxito.
Este fenómeno sucede en casi todos los ámbitos de la vida cotidiana, pero en algunos espacios su presencia se torna mucho más potente. Los que no toman nota de lo que viene ocurriendo quedan fuera del juego o son desplazados por otros que asimilan las novedades rápidamente.
En algunos campos, como el de la política, las consecuencias de no “ajustar las velas” lleva a acelerar el proceso de deterioro mostrando una desconexión inexplicable con la realidad que para muchos es determinante.
Abundan ejemplos que grafican con enorme claridad la situación, pero en ciertos asuntos la exasperante lentitud de ese registro está generando un daño irreparable que trae consigo efectos negativos de gran relevancia.
Un caso testigo muy esclarecedor es el de la educación. La tradición está haciendo un menoscabo inconmensurable. Las escuelas y universidades, los maestros y profesores, las aulas y las clases mantienen su formato casi intacto. Salvadas las distancias, sus metodologías y formas siguen siendo demasiado parecidas a las aplicadas durante los últimos dos siglos.
De hecho, el rol original no solo se ha modificado, sino que siempre debe replantearse. Cuando la información no era accesible resultaba bastante lógico que los educadores fueran la palabra autorizada para suministrar conocimientos.
En la era de internet la inmensa mayoría de esos contenidos están al alcance de la mano, inclusive con mayor nivel de detalle que los que cualquier interlocutor pudiera retener en sus mentes.
La tarea central hoy pasa por enseñar a administrar esos datos disponibles, a vincularlos con destreza y a investigar o crear con ese cúmulo de aprendizajes diversos. Se trata de una labor más sofisticada que requiere por parte de los docentes otras habilidades y el desarrollo de una inteligencia emocional que parece poco frecuente en estas latitudes.
Pese a la contundente evidencia al respecto, los burócratas, los técnicos y los miembros de la corporación disfrutan de su zona de confort, quizás porque no se sienten a gusto con lo distinto, tal vez porque no lo comprenden o bien porque no han sido capaces de admitir que lo que aprendieron hace años ha perdido practicidad y debe ser sustituido.
Es un duelo que pocos logran asumir al ritmo correcto y se quedan entonces empantanados en un régimen vetusto perjudicando a todos e impidiendo que el resto que vive con alegría esta era, se abra paso a la modernidad.
En esta singular actividad se nota mucho lo que está pasando. Los políticos no entienden casi nada al respecto y los supuestos especialistas se han vuelto arcaicos y renuentes a la mejora continua que provoca al “status quo” vigente. Si se analiza lo que se visualiza en materia de salud se podrán encontrar similitudes y pasa lo propio también respecto de la justicia o la seguridad. La creatividad no es parte del paisaje en esos menesteres y las fórmulas del pasado se reciclan intentando recetas fallidas que ya fracasaron.
En el sector privado esto también se verifica. La diferencia es que el “mercado” en esos casos alecciona sin piedad. Los oferentes que no interpretan acabadamente a sus clientes se quedan inexorablemente sin negocio y son cruelmente reemplazados por aquellos que dilucidan eficazmente las demandas y se adecúan aportando valor agregado.
En ese sentido, de ese lado del mostrador hay escaso margen para el error y la necedad. La decisión de cambiar no es una alternativa posible, sino un imperativo. Resistirse a esa inercia es sinónimo de extinción segura.
La razón principal por la que los privados reaccionan con agilidad y el Estado no se inmuta frente a la misma circunstancia es que el sistema de estímulos no funciona del mismo modo.
En un escenario ignorar las señales viene asociado a la posibilidad de ser aniquilado y en el otro no parece haber castigo alguno para la impericia.
Por el contrario, la mayoría de los operadores de ese sistema prolongan sus privilegios gracias a la continuidad de las normas actuales y por lo tanto no existe incentivo alguno que movilice la chance de transformar algo.
Demasiada gente espera que el Estado se vuelva más eficiente en educación y salud, en infraestructura y economía, en seguridad y justicia, sin comprender que eso no sucederá tan fácilmente. Los responsables de ejecutarlo no tienen motivos suficientes para intentar ese recorrido.
Alguien dirá que muchos funcionarios están convencidos de que los gobiernos pueden mejorar la calidad de los servicios que ofrecen y que eso no es una utopía irrealizable, sino un sueño posible. En la hipótesis de que eso fuera cierto habrá que concluir que a los actores clave del presente les falta estatura intelectual para generar ideas innovadoras y ser revolucionariamente disruptivos para salirse de ese molde antiguo que prioriza lo ya conocido sin tomar riesgo alguno.
Una sociedad “conservadora” y poco exigente a la hora de ir a las urnas, seguirá validando mediocres, carentes de coraje para intentar cambios significativos y con una visión de la realidad tan acotada como mezquina.