La exaltación del empleo estatal

Las personas que cumplen funciones en el Estado se han convertido en iconos casi intocables. Se han tornado en incuestionables y cualquier observación es considerada un ataque al que responden de un modo inexorablemente corporativo.

 Es difícil encontrar la raíz del asunto. Algunos de los que ocupan una posición en una oficina pública creen ser parte de una privilegiada élite de inmaculados personajes sobre los que nadie puede opinar sin recibir como represalia una despiadada y desproporcionada embestida.

Con escasa autocrítica los más se hacen los distraídos acerca de lo que ocurre en ese ámbito. Miran al costado, son cómplices de los frecuentes abusos del poder, de la corrupción estructural, de la ineficiencia crónica y de la arbitrariedad con la que se decide en ese particular submundo.

No hay duda alguna de que muchos son trabajadores, se esmeran y honran su puesto. Pero no menos cierto es que esa descripción no alcanza a la totalidad y que lamentablemente explica solo una parte reducida de la realidad.

La supuesta “ola de despidos” es una figura retórica deliberadamente grandilocuente que nuevamente oculta la verdad. Las interrupciones y finalizaciones de contratos no llegan ni por cerca a ser el 1 % de la dotación a pesar de la trascendencia que pretenden darle a esta medida.

Esa manipulación informativa ya habla por sí misma. La exageración demuestra la impotencia discursiva. En primer lugar, no se trata de rescisiones sino de contratos que culminaron su plazo y no se renovaron, y la magnitud que pretende indicarse no encaja para nada.

Es paradigmático, pero cuando se quedan sin empleo, el argumento lineal es que sus familias no tendrán sustento. Es una forma indirecta de asumir que la sociedad tiene el deber de proveerles los medios para subsistir. Parece más un subsidio que un salario. Sería mejor que el reclamo gire en torno al aporte que hacen a la comunidad si es que tal cosa finalmente existe.

Por otro lado, si los que ahora se quedaron sin ingresos son tan brillantes como dicen ser y tan mal pagos, eso no debería ser un gran inconveniente. El empresariado estará entusiasmado con semejante oportunidad de sumar talento no reconocido a tan bajo costo.

Quizás valga la pena ir al fondo de la cuestión y no quedarse en la anécdota de esta coyuntura. No es que no tenga relevancia, sino que impide ir al hueso con lo central y la hipersensibilidad que afecta a los circunstanciales involucrados definitivamente despista.

Una suerte de halo rodea a los llamados “servidores públicos”. Se ha idealizado su tarea vaya a saber con qué intención. Los trabajadores son eso, personas que trabajan. Es casi imposible comprender porque unos deben tener prerrogativas singulares que otros no.

La misma denominación de servidores presenta un sesgo. Pareciera que sirven sólo los que reportan al Estado en todas sus jurisdicciones. Los que ofrecen su esfuerzo en el sector privado no sirven según ese retorcido lenguaje.

Por momentos las rimbombantes semblanzas escuchadas a diario a favor de docentes, policías y gente de la salud, por solo citar los casos más emblemáticos, emerge endiosando su labor, como si el resto de los mortales fueran de una categoría inferior qué no merece halago ni consideración especial alguna.

Indudablemente es una tradición de la corrección política que continúa inercialmente y que se ha instalado como una rutina que nadie se anima a omitir. De hecho, todos apelan a esa dinámica para no quedar mal, pero no como producto de una convicción profunda. Es una puesta en escena a estas alturas inadmisible.

Tal vez sea clave retomar la senda de la racionalidad. Las personas trabajan en el sector público o privado. Aportan sus habilidades y reciben a cambio una compensación. No hay dioses en esto. Hay individuos más y menos preparados. Están los que tienen mejores y peores remuneraciones. Así de simple.

A todos, absolutamente a todos, se les puede interrumpir su actividad por múltiples motivos. Nadie debería tener asegurado nada, porque la incertidumbre es la característica de la vida cotidiana. Si algunos tienen certezas ya que acceden a privilegios y otros no, pues esto habla de una injusticia a todas luces.

No hay que caer en la trampa de creer que la sociedad tiene la obligación de sostener a cierto grupo por el capricho de unos cuantos y en detrimento del resto. Los pagadores de impuestos no pueden ser las víctimas de los berrinches de quienes suponen tener méritos indemostrables. Si les sobra capacidad no deberían estar tan angustiados. Las oportunidades siempre estarán a la orden del día para los mejores.

Lo que es probable que esté sucediendo es que algunos de los que se presentan como magníficos no lo sean. Sólo pueden sobrevivir en el reino del acomodo, de la discrecionalidad de los favores recibidos y de la mediocridad que los atraviesa. No están ofendidos sino nerviosos porque sin dádivas su estándar de vida corre un enorme riesgo.

Habrá que aprender a separar la paja del trigo, a rescatar a los virtuosos y evitar que los pícaros se adelanten, a elogiar a los dignos e impedir que los inmorales los utilicen de carnada, pero por sobre todo a distinguir a los honestos de los delincuentes. A no dejarse amedrentar por la actitud arrogante y violenta de quienes se consideran dueños del Estado, que humillan cuando están en la trinchera con destrato a los ciudadanos de a pie que los han mantenido. Los que ahora se presentan como pobres víctimas en realidad son los victimarios de este perverso juego político.

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