El diario La Tercera de Chile informaba este sábado del fallecimiento de Luis Larraín.
Incansable activista por los derechos de la comunidad LGBTIQ+ y cofundador de la Fundación Iguales, relató durante meses la evolución de su enfermedad a través de Instagram, con publicaciones periódicas a las que denominaba “Ruta del Cáncer”.
El fracaso de un tratamiento recién llegado que se había convertido en su última esperanza, lo llevó a tomar la decisión de poner fin a su vida.
Tras su fallecimiento, fue publicado por uno de sus familiares en la misma cuenta de Instagram en la que había relatado su calvario, un video grabado por él poco rato antes de morir.
Larraín, a modo de despedida y luego de repasar la evolución de su dolencia concluye diciendo: “En vista de que no hay más tratamientos disponibles y pensando en mi calidad de vida, conversando mucho con mi familia y amigos, decidí que me seden para pasar estos últimos momentos en paz y sin sentir los efectos del cáncer destruyendo mi cuerpo”.
“Quería decirles adiós a todos. Gracias por estar pendiente de lo que me pasaba y ojalá que sigan adelante con sus luchas, ya sea en la salud, en la diversidad sexual, o en el ámbito que sea”.
La naturalidad y la valentía con la que enfrentó su final y lo hizo público, invitan a meditar sobre tan difíciles decisiones.
En Chile, al igual que ocurre en Uruguay, la eutanasia no es legal.
Con su actitud, Larraín le sacó la careta al disimulo y al doble discurso de muchos.
Sería hipócrita negar la existencia de procedimientos que, con el aval del paciente y/o de sus familiares directos, se aplican corrientemente para aliviar el sufrimiento y calmar la agónica transición. Son criterios adoptados, socialmente convalidados y convertidos en costumbre.
Larraín, cuya vida transcurrió en una agitada lucha por los derechos de una minoría que integraba, aprovechó también sus últimos alientos para dejar en evidencia ciertos prejuicios sociales que terminan rayando en la hipocresía.
Rasgarse las vestiduras o pretender desconocer una realidad culturalmente aceptada y establecida, resulta a todas luces falaz.
Un hecho tan sorprendente como valeroso que deja en evidencia la absurda posición de quienes apelando a la “generosidad” y tratando de “crueles” a quienes se oponen a sus caprichos, insisten en aprobar en Uruguay una ley de eutanasia que, según se desprende de la información trascendida, hasta podría terminar resultando como una especie de promoción de suicidios o de muertes apuradas validadas por “testigos”.
Para aliviar el padecer en circunstancias extremas, la sociedad civil se las arregla sola. Afortunadamente, no se necesita del Estado, ni de leyes especiales, ni de “padrinos políticos”.
Cuando de morir con dignidad se trata, el derecho natural supera con holgura al derecho positivo.
Pretender legislar sobre la muerte por la demagogia que eso entraña, resulta obsceno y deplorable.