La imperiosa necesidad de superar la grieta

Ese abismo siempre existió, pero es evidente que en las últimas décadas esa brecha se ha agigantado peligrosamente poniendo en riesgo la convivencia cívica. 

Muchos se apoyan en un argumento bastante superficial. La idea de que el desmembramiento es un fenómeno casi antropológico se ancla en una suerte de consuelo que invita a la inacción. Es fácil identificar desavenencias en el pasado, pero la magnitud de los enfrentamientos actuales viene creciendo rápidamente y eso no se debería naturalizar tan mansamente.

Los ataques cruzados en redes sociales, medios de comunicación y hasta en los círculos de amistades y familiares realmente preocupan no solo por sus versiones más fundamentalistas sino también por la exagerada pose de victimizarse tanto de unos como de otros. Cada facción pretende presentarse como angelical y libre de pecados, demonizando a todos sus oponentes hasta catalogarlos de enemigos acérrimos.

Más allá de los matices y de las interpretaciones subjetivas, hay cierto consenso respecto a la existencia de esta angustiante situación y adicionalmente a la supuesta imposibilidad de obtener una reconciliación civilizada. De hecho, muchos asumen que se trata de una causa completamente perdida y que no vale la pena hacer esfuerzo alguno para escapar de ese perverso laberinto.

En el medio de esas antípodas se puede individualizar a los más moderados, gente que con convicciones profundas y hasta con desacuerdos severos pero que es capaz de compartir espacios de todo tipo sin conflicto alguno. Eso no los convierte en tibios, sino más bien en personas sensatas que pueden asimilar que para convivir no es esencial tener una homogeneidad de pensamiento sino sólo un puñado de valores comunes.

Los marginales de ambos bandos opuestos tildarán a este grupo más contemporizador de timorato y cobarde, sólo porque no adopta posturas más radicalizadas. Están en su derecho de opinar lo que prefieran, pero claramente no tienen por qué esperar a ser reconocidos como los propietarios monopólicos de la verdad, a pesar de su inocultable iracundia autoritaria que jamás pueden disimular.

Claro que buena parte de la responsabilidad de esta “grieta” es de los líderes de la política. Ellos han alimentado esta dinámica para su provecho. La división de la sociedad es clave en su negocio electoral. Promover los extremismos los ha ayudado a diferenciarse en el discurso y así edificar mayorías circunstanciales en las urnas para alcanzar el poder.

Las consecuencias de esas prácticas están a la vista. Se pueden ganar elecciones con ese esquema, pero difícilmente esa modalidad logre sustentabilidad. La fobia como metodología sólo polariza a las comunidades y aleja las chances de una construcción razonable que pueda perdurar.

Habrá que decir que para que estos dirigentes continúen con sus tropelías se necesita de una sociedad cómplice que se deje arrastrar hacia donde estos manipuladores profesionales deciden, y que no tenga siquiera la inteligencia para evitar entrar a ese callejón sin salida que se apoya en el resentimiento visceral de ciertos sectores sociales.

Por eso resulta vital apelar a liderazgos positivos que enamoren por sus virtudes y no por desplegar antagonismos primitivos. Fomentar las buenas prácticas es una cuestión de orden moral que lamentablemente no se encuentra con habitualidad en estas latitudes.

Aquel que consigue ser más cruel con sus adversarios coyunturales, obtiene premios desproporcionados y entonces todo termina funcionando dentro de un círculo vicioso que no tiene manera de culminar con un final feliz.

Es paradójico, pero los odiadores seriales destilan su veneno con su retórica para luego transaccionar con cualquiera ignorando inclusive sus propios prejuicios. El comercio suele ser un pacificador espontáneo. La necesidad de intercambiar mercancías y servicios con terceros obliga a generar un buen vínculo con los potenciales clientes.

El odio, la envidia, el desprecio y la descalificación no deberían ser los ingredientes principales que permitan recorrer un camino hacia la solución de los dilemas del presente. Mientras sean muchos los que crean en este dogma será muy difícil acertar el rumbo.

Las naciones exitosas, esas que indudablemente han progresado, son aquellas que asumieron que debían dejar de lado sus discrepancias eternas, dar vuelta la página y aprender a construir juntos a pesar de sus opiniones divergentes en una multiplicidad de asuntos centrales.

Abundan los ejemplos en esta dirección. Países que han sufrido guerras, dictaduras, genocidios, aprendieron la lección, asumieron con hidalguía sus errores y tuvieron el talento de procesar el duelo, abandonar sus visiones negativas y ponerse a trabajar para lograr un objetivo superior.

El resto de los territorios siguen girando en el “desierto”, revisando su historia con el espejo retrovisor, discutiendo nimiedades, desperdiciando oportunidades, dilapidando sus fortalezas y concentrados en cuestiones que no permiten abordar absolutamente ninguna problemática.

El líder que comprenda que apostar por los acuerdos puede ser muy “rentable” políticamente y que además tenga la perseverancia suficiente para recorrer ese sendero debería ser muy tenido en cuenta. No importa si su actitud proviene de un cálculo frío de conveniencias personales. Lo relevante es que alguien, o mejor aún algunos, tomen ese reto en sus manos y lo hagan realidad.

Un proyecto de ese tipo, quizás con actores nuevos, o tal vez con redimidos, podría constituirse en la tabla de salvación de una sociedad que necesita reconciliarse, encontrar la paz para convivir y que esa plataforma posibilite que cada ciudadano diseñe su plan de vida personal sin mayores restricciones.

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