Meritocracia y libre elección

Una columna del economista Agustín Iturralde publicada esta semana en el diario El País que invitamos a explorar, planteaba la idea de reflexionar acerca del “ideal meritocrático” y el desconcierto que suele acompañarlo.

En aras de aclarar la confusión que manifiesta percibir, el autor comienza por buscar el significado de la palabra meritocracia y lo hace de la siguiente manera:

“Definir la meritocracia no parece simple. ‘Cracia’ significa gobierno y la RAE define ‘mérito’ como el derecho a recibir reconocimiento por algo que uno ha hecho. En resumen, la ‘meritocracia’ sería un sistema en el que es mérito de las personas el que determina el reconocimiento que las mismas deben recibir.”

Expresado de esa forma, la confusión, lejos de disiparse, parece profundizarse. Al dividir la palabra meritocracia en dos e interpretar cada una por separado, el autor logra una definición personalizada y su reflexión comienza a transitar por un sendero literario algo escabroso.

Recurrir a la definición de la RAE de la palabra mérito y a partir de allí definir meritocracia como “un sistema en el que es el mérito de las personas el que determina el reconocimiento que las mismas deben recibir”, ignora de hecho el verdadero significado con el que la propia Real Academia Española (RAE) citada, define con naturalidad y sin ambigüedad alguna la palabra  meritocracia:  

“Sistema de gobierno en que los puestos de responsabilidad se adjudican en función de los méritos personales”.

“Meritocracia, sin dudas, surge en oposición al antiguo régimen donde el lugar que una persona ocupaba en la sociedad se justificaba enteramente por el privilegio de cuna. Así era que la nobleza transmitía sus privilegios a sus hijos y la sociedad funcionaba con estamentos inmutables sobre los que cada ser humano poco podía hacer para cambiar su suerte. Creo que todos estaremos de acuerdo con que, como principio de justicia, la meritocracia parece mucho más razonable.”

La precedente afirmación del columnista parece no admitir la menor discrepancia; pero cambia completamente de sentido por el hecho de que una cosa es que la sociedad reconozca el mérito de las personas y otra, muy diferente, es dar por cierto que en un país como el Uruguay, todos quienes gobiernan lo hacen en función de sus propios méritos.

De hecho, si somos objetivos, eso de que “la nobleza transmitía sus privilegios a sus hijos y la sociedad funcionaba con estamentos inmutables sobre los que cada ser humano poco podía hacer para cambiar su suerte”, no parece haber cambiado demasiado.

Basta con ver como a lo largo de la historia y a pesar de ser el Uruguay un país democrático y cuidadoso de generar igualdad de oportunidades, ciertos apellidos tienden a reiterarse, ciertos nombres se eternizan en el poder y ese término tan de moda que refiere a la “casta política”, en pocos lugares se vislumbra con mayor intensidad que acá.

Si el gobierno fuera una empresa construida con esfuerzo, la permanencia y continuidad de sus autoridades podría tener sentido, ser plausible y digno de representar a eso que llamamos meritocracia. También cabrían en ese concepto múltiples profesiones y oficios incluidos quienes se dedican a las actividades sociales, deportivas y políticas. Millones de hombres y mujeres que, desde el anonimato, hacen de sus vidas y de su esfuerzo diario un ejemplo a destacar y a aplaudir, cuando hablamos de meritocracia. Todos participan a su manera del hecho de gobernar, cada vez que acuden a las urnas y se cuentan entre los mejores. La meritocracia dice presente con cada uno de ellos.

Tal vez el problema que el autor de la columna percibe y no alcanza a explicar, radique en el hecho de que algo falla en la limitación del poder.

Las famosas listas sábanas que los diferentes partidos políticos ponen a disposición de los electores para su “libre elección”, obligan a votar a quienes tal vez, para muchos de sus votantes, son quienes menos méritos tienen para ser votados.

Un punto interesante para ayudar al columnista en su reflexión, sería comenzar a pensar la forma de poder elegir en forma separada el candidato a presidente, a senador o a diputado, seleccionando cada quien su mejor opción sin importar a que partido pertenezca o en qué lugar de la lista se encuentre. La legislación electoral chilena tiene mucho que enseñar en ese aspecto y podría ser un ejemplo a considerar.

De esa manera, los vivos que arman la lista sábana dejarían de serlo, los apellidos probablemente dejarían de repetirse y así si, la meritocracia comenzaría a hacerse valer.

“El ‘ideal meritocrático’ que promueve el esfuerzo y la educación como valores y posibilitadores de ascenso social” al que alude Iturralde, requiere de manera urgente de la instrumentación de ajustes para hacerse realidad.

Iturralde señala que “nadie está pensando en volver al antiguo régimen ni tampoco en imponer una sociedad de castas” pero… ¿Será que hemos salido totalmente de ese estatus en estos dos siglos de vida republicana?

En un año electoral que recién comienza, vale la pena continuar reflexionando.

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