“Le ha costado a nuestro país lidiar con su pasado reciente. Lidiar con la historia de la guerrilla y sus estragos, así como con la historia de la guerra contra esa guerrilla y su derivación en una dictadura militar que arrasó con derechos y libertades.”
Con esta frase el experimentado periodista Tomás Linn, iniciaba su columna El temor a la verdad, publicada esta semana en el diario El País.
En lo personal, crecí en un país que a todas luces reclamaba cambios y siempre supe que los Tupamaros no surgieron por obra de la casualidad. La Guerra Fría se estableció en Uruguay amparada por un descontento social cada vez más evidente y ante la presencia de una clase política desprestigiada y un empresariado prebendario en clara vinculación con ella.
Los métodos aplicados por la guerrilla terminaron justificando la dictadura. Aunque en sus orígenes conspirativos haya habido en muchos de ellos idealismo, al intentar imponerlo por medio de las armas se convirtieron en extremistas, dando argumentos para actuar a sus represores, que no dudaron en recurrir al terrorismo de estado para combatirlos.
Con diecinueve años me encontraba en Estados Unidos en junio de 1973, cuando finalmente se oficializó la dictadura. Un estudiante universitario que trabajaba conmigo en Delaware Park, me informó lo que había ocurrido en mi país. No existían redes sociales ni celulares en aquellos tiempos. Regresé en noviembre de ese año y en abril del 75 me exilié por mi propia voluntad, para retornar en febrero del 85. La diáspora oriental la integran cientos de miles de compatriotas y sus descendientes; la tiranía no afectó solamente a quienes sufrieron sus abusos en forma directa y personal por sus vínculos con la guerrilla o por haber actuado en política.
Todos tenemos claro que cuando se instaló la dictadura, la insurrección armada ya había sido derrotada y aquel estado de excepción carecía de justificación alguna para perpetuarse.
Es evidente que detrás del accionar de aquellos militares enardecidos y ambiciosos de poder, existió cierta cuota social y empresarial de respaldo y tolerancia, de la que nunca hemos tenido una clara referencia. Podríamos suponer, sin temor a equivocarnos, que vivir en dictadura pudo ser mucho más tolerable para algunos privilegiados, que para la inmensa mayoría de quienes debieron soportarla.
Pero el tema debió haberse cerrado hace mucho tiempo. No parece razonable pasar de generación en generación trasladando traumas y consecuencias de un drama de estas dimensiones.
Existe un proyecto que estaría siendo enviado al Parlamento por los ministros de Educación y Cultura y el de Defensa, con la intención de legislar para hacer públicos y de libre acceso los archivos reservados vinculados con esa etapa de nuestra historia. Sin embargo, esa determinación ha despertado críticas por parte del presidente del Frente Amplio, Fernando Pereira, quien considera que esa idea podría afectar la intimidad de las víctimas.
Entendemos y respetamos la forma de entender el problema de cada uno de los actores vinculados.
Informa por estos días el diario El País de Madrid que José María Ruiz-Vargas, catedrático de Psicología de la Memoria de la Universidad Autónoma de Madrid, acaba de escribir un ensayo titulado La memoria y la vida, el cual será publicado próximamente.
Una frase de su autoría da título al artículo en el cual el propio escritor describe en el periódico madrileño los alcances de su nueva obra: Si lo recordáramos todo, lo pasaríamos mal. Vivir es olvidar.
Será tarea de historiadores e investigadores pertinaces revisar archivos, sacar conclusiones y tejer la enredada trama de un período de la historia del país ya superado.
Pero las guerras y su consecuencia directa de injusticia y abuso afectan no solo a los activamente involucrados en ellas sino a toda la sociedad.
Es por esa razón, que aún a riesgo de terminar destapando una “caja de Pandora” de impredecibles consecuencias, parecería que va llegando la hora de cerrar definitivamente ese capítulo.