¿Ser o aparentar ser liberal?

“Decirse liberal, es como apellidarse Pérez. Hay muchos, aunque no todos son iguales.”

Con esta atinada observación, Cristóbal Bellolio, un académico chileno de vasta trayectoria y autor de varios libros, comienza su ensayo titulado Liberalismo una cartografía.

Con esa descripción tan simple y fácil de entender, Bellolio planta la idea de que siendo el liberalismo un pensamiento que ha ido evolucionando a lo largo de los siglos, es natural que tenga diversas corrientes que, si bien mantienen ciertos rasgos en común, como sería el de apellidarse Pérez, nada tienen que ver entre sí.

Ramón Díaz solía señalar que donde había dos liberales había normalmente dos opiniones encontradas y una posible discusión en ciernes y esto parece coincidir con el análisis del escritor chileno.

Pero entonces, ¿qué es lo que identifica a los liberales y los diferencia de quienes no lo son?

Y es aquí donde comenzamos a identificar nociones y definiciones, que puedan ir dando marco a la respuesta que buscamos.

Estamos de acuerdo con Alberto Benegas Lynch (h), que suele expresar que el liberalismo es el respeto irrestricto por los proyectos de vida de los demás. Esa definición no admite discrepancias.

Aunque mucha gente de izquierda no lo acepte, el liberalismo no tiene partido ni posición política y no es de derecha ni de izquierda. Mientras no se tienda al totalitarismo, cualquiera puede razonar, coincidir o discrepar, en el marco de las ideas liberales sin perder de vista sus ideales, desde cualquier posición.

Estamos hablando de libertad.

El liberalismo, surgido con los fenicios y su pasión por comerciar, ha puesto desde aquellos tiempos al mercado como el gran armonizador de los esfuerzos, recompensas y apertura de oportunidades de quienes en él participan.

Los Estados, han sido los grandes organizadores de las sociedades que, integradas por familias e individuos, han debido organizarse para coexistir en paz y armonía, dándose a sí mismas las condiciones necesarias para la integración y la convivencia.

El liberalismo, promotor de la libertad individual y defensor de cada individuo frente al poder, por imperio de la ley, no hace diferencia en si ese poder es ejercido contra el individuo desde el Estado o desde grupos económicos mercantilistas que asociados con éste se apoderan de amplios sectores de la economía. 

Llamarse liberal (o libertario) para sentirse parte de una élite intelectual, política o económica, no es ser liberal sino vestirse con un disfraz.

Es por esa razón que cuando vemos la audacia del economista y diputado argentino Javier Milei que se declara anarcocapitalista, pero se deja llamar libertario, nos sorprende la inocencia con que la sociedad argentina recibe sus afirmaciones.

Caracterizado por una presencia en los medios de permanente confrontación y poseedor de un estilo agresivo que suele rayar con el insulto a sus opositores y la violencia, Javier Milei no parece en absoluto calzar en las condiciones esenciales que identifican a un liberal.

Una de sus últimas afirmaciones considerando aceptable la venta de órganos por quienes crean viable esa posibilidad para obtener dinero a cambio, habla de una falta asombrosa de escrúpulos, que podrían llevar a imaginar que el diputado podría también considerar a la esclavitud como procedente si de hablar de mercados se trata y el individuo involucrado por alguna razón lo acepta.

Su planteo es inadmisible. No entendemos para nada prudente que el señor Milei continúe embanderándose con la divisa del liberalismo y mucho menos entenderíamos que los verdaderos liberales que lo han respaldado continúen haciéndolo o se mantengan neutrales sin tomar distancia.

Dado que si bien muchos de sus discursos como el de reducir el Estado o el de combatir la corrupción son proclamas netamente liberales, su extremismo anarquista, sumado a su desprecio y falta de solidaridad para con los individuos carentes de medios u oportunidades, lo ubican en las antípodas de esta corriente filosófica.

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