No es un tema nuevo. De tanto en tanto regresa para reavivar intercambios circulares que deberían estar superados. Un resabio de las patéticas prácticas políticas lo pone en el tapete.
Existe un rechazo lineal, casi automático, visceral, instintivo e irracional, hacia esa dinámica que posibilita a los familiares del poderoso de turno ocupar ciertos cargos públicos de relevancia.
Los abusos del pasado han exacerbado esa visión al punto tal que la promesa de no incorporar a la parentela una vez que se llega a la cima de la política se ha convertido en una propuesta demagógica de las campañas contemporáneas.
Reforzar consignas en esa dirección parece ser una herramienta muy efectiva para sumar adhesiones por doquier y pretende, al mismo tiempo, jerarquizar los valores éticos que envuelven al postulante.
Tal ha sido la potencia de esta tendencia que algunos, casi sobreactuando la circunstancia, han caído en la tentación de convertir este paradigma en una norma de elevado valor jurídico llegando a prohibir el ingreso a ciertas posiciones a quienes tienen algún tipo de vínculo, inclusive indirecto, con los personajes fuertes del momento.
Quizás convenga, a estas alturas, separar la paja del trigo y evitar esas ridículas generalizaciones que impiden analizar el asunto con seriedad. Un tópico de estas características merece ser abordado con mayor profundidad e inteligencia, alejándose de las simplificaciones burdas que deforman la realidad y por lo tanto la tergiversan.
El problema de fondo es la inmoralidad promedio de los políticos. No incorporar familiares no es sinónimo de virtud. De hecho, muchos dirigentes buscan atajos para burlar las leyes y continúan con sus inaceptables hábitos.
Habrá que decir en primer lugar que los aprovechadores crónicos hacen lo que quieren. Las barreras formales son siempre un escollo completamente menor para quienes conocen el sistema de punta y punta y hurgan en los resquicios laterales para apropiarse del Estado sin pudor alguno.
Muchos de ellos prefieren evitar designaciones polémicas para eludir críticas y en su lugar apelan a utilizar “presta” nombres que nadie visibiliza con claridad o contratando terceros por fuera de la estructura normal.
Esa opción es una estafa descarada, sin embargo, son muy pocos los que logran identificarla y solo algunos se animan a ir hasta el hueso señalando esta engañosa modalidad y desenmascarando a los rufianes.
El debate sobre el nepotismo, así como actualmente está planteado carece de sensatez suficiente. Ataca aspectos totalmente superficiales y no se enfoca en el verdadero fondo de la cuestión.
La discrecionalidad con la que deciden los que tienen poder es parte de las reglas de juego. Esa subjetividad es la que les permite seleccionar a los mejores, aunque paradójicamente también a los peores. Es justamente esa arbitrariedad la que posibilita evaluar alternativas.
El problema no deviene de convocar a los parientes. Ese atributo no es intrínsecamente deplorable. Lo absolutamente inaceptable es la ineptitud, la incapacidad, la impericia y hasta la ausencia de valores.
Claro que hay familiares incompetentes, pero ellos no tienen la exclusividad de esta cualidad. La portación de apellido no debería tener ninguna connotación ni a favor ni en contra. Esa condición no dice nada sobre los talentos del individuo. Ni suma ni resta. Es esencialmente neutro.
Inclusive se puede ir bastante más allá y decir que en ciertas singulares posiciones se precisa de gente de extrema confianza, personas que conocen al poderoso desde antes de su investidura, que lo comprenden acabadamente porque han transitado juntos en otras facetas profesionales y hasta personalísimas.
En esos casos hasta sería preferible contar con un colaborador muy cercano, pudiendo inclusive ser un consanguíneo de gran proximidad. Un padre o un hermano, un hijo o un sobrino, serían hasta ideales y deseables en esos roles que precisan de ciertas aptitudes particulares.
Por otro lado, en determinadas demandas técnicas que requieren de conocimientos específicos y de enorme profesionalidad, privarse del aporte de los más talentosos sería un pecado, sólo porque existe alguna clase de lazo indisimulable.
Habría que dejar de lado los eternos prejuicios y estar más abiertos a esta lógica que invita a razonar. Tampoco sería saludable promover trampas o alimentar esquemas que falsifiquen mecanismos sólo para la tribuna, para quedar bien con los votantes, mientras su indignidad sigue intacta.
A los inmorales no se los endereza ni se los limita con restricciones frívolas. Ellos violarán el espíritu de cualquier precepto, sin importar los múltiples senderos que deban recorrer para conseguir sus propios objetivos.
Por esos y otros motivos sería muy eficaz poner todos los esfuerzos cívicos en exigirle a los gobernantes que congreguen a los más calificados, a los más aptos, a los más experimentados e innovadores. Ese debería ser el tamiz vital para elegir a los funcionarios.
La condición de pariente no dice nada. Sólo establece una relación vincular que no ahonda en las habilidades y las destrezas necesarias para ningún puesto. Votar a un líder es creer en su criterio. Eso no lo hace ni adecuado ni incorrecto, pero es una inconfundible apuesta que viene inexorablemente adosada a la opción.