El dilema del abstencionismo electoral

Un número cada vez más significativo de ciudadanos no asiste a los comicios y eso viene generando múltiples análisis no sólo por el hecho en sí mismo sino por las implicancias que esa conducta cívica trae consigo.

Si bien siempre existió un grupo de individuos que pudiendo hacerlo finalmente no concurrían a las urnas por distintos motivos, hoy ese volumen es bastante superior y eso está encendiendo unas cuantas alarmas.

Quizás valga la pena aclarar primero que las comparaciones estadísticas pueden ser a veces inapropiadas ya que contrastan circunstancias bien diferentes. Intentar establecer un paralelo entre décadas distantes y mirar esos comportamientos con la misma vara puede llevar a conclusiones equivocadas.

Por ejemplo, en Argentina desde hace pocos años están habilitados a sufragar los menores de 16 a 18 años que tienen la potestad de participar, pero no la obligación legal. Independientemente de la cuestión formal lo cierto es que los padrones se han ampliado ya que este segmento numéricamente relevante de jóvenes en el pasado no estaba incluido.

Algo similar, pero por causas singulares, sucede con los mayores de 70 años. Ellos también tienen la chance de elegir, pero tampoco recae el peso de la ley si eventualmente no lo concretan. Este conjunto de potenciales votantes se ha engrosado dado el aumento de la expectativa de vida que ha modificado la tradicional pirámide poblacional con cada vez más personas añosas.

Estos ensanchamientos de los registros impiden la posibilidad de mirar las cifras con un mismo prisma. Más allá de estas particularidades es innegable que el abstencionismo ha crecido en términos relativos, aunque no en la magnitud que algunos observadores pretenden plantear livianamente.

Es difícil ser categórico al respecto fundamentalmente porque no se encuentran disponibles estudios serios que detallen cuáles son los verdaderos determinantes que llevan a no contribuir activamente en el acto electoral.

Se podría conjeturar acerca de algunas de esas razones. La apatía no sólo se expresa en esta consciente postura de no ir a votar, sino también en el desinterés cotidiano por la cosa pública, por la política con mayúsculas, por el debate social sobre las temáticas trascendentes del momento.

En todo caso es más fácil medir cuantificando quienes no votan, pero ese gesto no es el único que delata la evidente desconexión con la agenda de discusión que luego impacta cruelmente en todos los habitantes.

Por otra parte, no es este un incidente meramente local, aunque seguramente una parte de la explicación tiene que ver con los agravantes domésticos que no hacen más que complicar el ya global deterioro de los instrumentos democráticos.

El enojo, la bronca y la impotencia hacen que la mayoría reaccione de un modo algo irracional. La desilusión por aquellas promesas incumplidas, por las expectativas que jamás dieron a luz, empuja a quienes confiaron ciegamente en alguien a tomarse revancha ya no contra los dirigentes sino considerando a todo el sistema como el enemigo, sin distinción alguna.

Se puede comprender ese malestar. No hay dudas de que muchos candidatos han estafado a sus votantes. A estas alturas negarlo sería muy necio y minimizarlo podría colaborar con esta inercia abúlica que tampoco ayuda a encontrar el cauce.

La política se ha desprestigiado por sus propios méritos. No tiene demasiado sentido justificar sus desaciertos. La gente ha confiado y el resultado no ha sido el mejor. Eso tampoco tiene mucha refutación posible.

Es esencial entender que la vida está repleta de fracasos, sin embargo, nadie validaría la actitud de bajar los brazos como respuesta a esos esperables y frecuentes tropiezos. Lo atinado sería aprender de los errores y buscar cómo corregirlos. Huir no emerge como la solución más inteligente.

Ante los nefastos resultados de los procesos históricos la respuesta óptima no parece ser votar en blanco, anular el voto premeditadamente o ausentarse el día de la elección. Eso es, en definitiva, ceder y delegar a otros la responsabilidad que no se quiere asumir.

Eso no significa que cualquiera de esas alternativas sea necesariamente ilegítima o inmoral. Todos tienen el derecho a expresarse como prefieran y eso no debería ser una tragedia. Hay que respetar las variantes que cada uno selecciona voluntariamente.

Lo importante es hacerse cargo. Si uno prioriza manifestar su rechazo de ese modo, también es menester entender lo que eso implica pragmáticamente. Si no interesa el asunto, pues otros decidirán de todas maneras. La neutralidad ante la cuestión de fondo no es inocua.

Lo delirante sería caer en la trampa de creer que se puede hacer cualquier cosa y que eso no tiene efecto alguno. Lamentablemente eso no es cierto. Las acciones humanas tienen consecuencias. Por acción u omisión todo tendrá un correlato y en muchos casos esas derivaciones se sentirán en lo personal, aunque no sea esa la intención.

Es tiempo de reflexionar. De tomar decisiones con responsabilidad. Abstenerse es una opción válida, pero para tomar ese camino hay que admitir que ese recorrido tendrá repercusiones inmediatas sobre el entorno más cercano, es decir la persona, la familia, el trabajo y la comunidad.

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