La dinámica tradicional dice que quienes ganan en las urnas tienen responsabilidades ejecutivas indelegables y los que pierden deben ocuparse de controlarlos y además criticarlos cuando corresponda. Difícil será la misión de ambos sectores.
Los conocedores de la historia argentina afirman que el “peronismo” nunca deja gobernar, que es una demoledora máquina de impedir, que cuando le toca ejerce el poder plenamente pero cuando no está en ese papel es capaz de desestabilizar lo que sea, sin importar la circunstancia.
Esa leyenda se ampara en datos irrefutables que confirman esta mirada. No es una visión alejada de la realidad, sobre todo si se tiene en cuenta lo que ha ocurrido durante décadas en este territorio.
Habrá que decir que algunas cosas vienen cambiando desde hace algunos años. Creer que ese paradigma aún sigue vigente podría ser una generalización demasiado peligrosa y por lo tanto absolutamente falaz.
A pesar de esa caracterización inercial y de varios intentos fallidos, Juntos por el Cambio completó su período 2015 – 2019 después de casi un siglo sin que un gobierno no “peronista” pudiera culminar su término constitucional. Si sólo se consideraran los últimos 40 años de democracia, ni Alfonsín, ni De La Rúa pudieron entregar la banda a su sucesor en el plazo establecido.
Bajo ese sombrío panorama asume Milei, con la velada amenaza de muchas facciones que apuestan no sólo por su rotundo fracaso, sino también por su salida anticipada. Son tan audaces que se ilusionan con el derrotero de ese proceso soñando inclusive con recuperar el poder a la brevedad.
Se frotan las manos y esperan el instante adecuado para hacer lo que mejor saben, es decir arrebatar lo que no les pertenece, sin importar ni las formas. No quieren el poder para cambiar el presente sino para usarlo.
Su gestión habla por sí misma. Esa idea de que saben gobernar ha caído en desgracia. Administraron todo mal y los resultados no les permitieron mostrar una sola buena noticia. Terminaron el mandato diciendo que “les faltó suerte”. Si ese es su mejor argumento para explicar la debacle significa que no tienen cómo justificarse.
Inflación galopante, pobreza extrema, recesión consolidada, corrupción estructural, son sólo una parte de una larga nómina de aspectos deplorables. La crisis no ha sido económica. Quedarse con eso podría ser un error. Rompieron todo a su paso. Pero por sobre todas las cosas son los principales culpables de la catástrofe moral que atraviesa el país.
Han quebrado la cultura del trabajo, premiando a los holgazanes y a los pícaros. Promocionaron una estética de la mediocridad, atacando al mérito y repudiando a los exitosos, desde un lugar de odio, envidia y resentimiento indisimulables.
Construyeron una muralla social incentivando una grieta que no beneficia a nadie, arrogándose la representación de los más vulnerables, mientras los condenaban a la indignidad y a la indigencia.
Hoy deben asumir un nuevo rol como opositores. No saben qué hacer ni cómo hacerlo. Estaban acostumbrados a manejar “la caja” y ahora se vienen épocas de vacas flacas. No pueden funcionar sin financiamiento estatal. Se acostumbraron al despilfarro de lo público y a la militancia rentada. Sus convicciones ya no les alcanzan si no reciben dinero para explicitarlas.
Creen que la gente volverá a estar de su lado por arte de magia. En ese contexto necesitan que quienes ahora conducen el timón tropiecen cuanto antes. Si eso no sucede estarán relegados al ostracismo y lo tienen claro.
No están dispuestos ni a hacer la imprescindible autocrítica ni a reconvertirse como dirigentes. Están ansiosos por atropellar ahora mismo y no logran contener su impotencia política. No digieren la derrota electoral, pero mucho menos aun encuentran como excusarse ante su patética gestión gubernamental.
No se van a extinguir. Deberían buscar un nuevo rumbo para encontrar su lugar. Podrían ser útiles aportando positivamente para que la nación logre progresar y los ciudadanos consigan prosperidad.
Ese no es su norte. Están más preocupados por la revancha que por la reconstrucción. Quieren vengarse sin darse cuenta qué han sido víctimas de su propia impericia e incapacidad, de su falta de talento y su exceso de soberbia. No perdieron una elección por razones externas a su actitud, sino justamente por lo que hicieron mal y por lo que subyace en su esencia.
Necesitan “parar la pelota”. Esta aceleración crónica en la que viven en estas horas no los ayudará a construir un camino razonable. No es su momento. Es el tiempo de Milei y sus votantes, de una nueva forma de hacer política, con otros códigos y un cambio de era que es muy evidente.
Deberían ser más humildes y aprender del fracaso. Tendrían que procesar lo que ocurrió para diseñar un nuevo comienzo. No van a restablecer la confianza perdida haciendo marchas y oponiéndose a las reformas en el Congreso. Necesitan una nueva épica y claramente no es lo que están intentando.
Parecen desubicados, completamente desencajados, dando manotazos de ahogado sin saber cómo encarar esta transición. Sería saludable avisarles que la gente sabe perfectamente que son los verdaderos responsables de la situación actual. Que los votos que obtuvieron tienen más que ver con el miedo que son sus principios.
Su narrativa actual, esa que sostiene que gobernaron mal porque Macri se endeudó y que se fueron con este descalabro gracias a las malas expectativas que genera el nuevo Presidente, no se la creen ni los más ingenuos.
Tendrán que ser mucho más creativos y sobre todo más honestos intelectualmente para hacerse cargo de un desastre colosal injustificable no sólo para quienes padecieron sus pésimas decisiones durante años, sino para sus propios seguidores que no pueden aún administrar su desilusión.