La obsesión por las profecías

Seguramente se trata de una inercia natural que debe tener explicaciones. Lo elocuente es que los seres humanos precisan hacer cálculos sobre cómo será el mañana y usar esa dinámica como hoja de ruta para orientar sus esfuerzos.

Esto no es un problema en sí mismo. Sin embargo, habría que evitar caer en dramatizaciones y exageraciones al respecto. Después de todo es un recurso útil para diagramar una estrategia en casi cualquier ámbito.

Las expectativas se constituyen así en un ingrediente vital de la cotidianeidad y no sería razonable prescindir de ese instrumento esencial que ayuda enormemente a navegar en temporadas tan tumultuosas.

Lo peligroso es ingresar a ese laberinto de las “adivinanzas” en el que se presenta un impulso incontrolable que incita repetitivamente a hacer grandilocuentes predicciones, rimbombantes anuncios, en muchos casos de una espectacularidad inusitada que en la inmensa mayoría jamás se verifican.

No es un fenómeno novedoso. Viene ocurriendo desde hace siglos casi siempre amparado en afirmaciones pseudocientíficas y charlatanerías incomprobables que proyectan livianamente intentando encontrar extravagantes singularidades con gran anticipación.

Por momentos pareciera que la humanidad, en esa suerte de pretendida centralidad eterna, desearía estar protagonizando un momento único al que considera inexorablemente el más trascendente desde sus orígenes.

Merodea en ese esquema una arrogancia global inexplicable. La idea de que estas generaciones están predestinadas a coexistir con un tiempo especialísimo tiende a darle un relieve superior a todo lo anterior y también a lo que pudiera venir.

Es como si los contemporáneos necesitaran imperiosamente ser el centro del universo asignándose entonces una relevancia superlativa vaya a saber bajo cual evidencia incontrastable que resulta difícil visualizar con objetividad.

Quizás se trate sólo de un grupo más de seres humanos de enorme significación durante esta era, pero sin tanta relevancia en el devenir histórico como algunos anhelarían tener. Sería frustrante para muchos, pero la especie está vigente hace demasiadas centurias y no hay razones para pensar que esta es tan especial como perciben esos vanidosos que requieren enaltecer sus egos.

En ese contexto se ha instalado un hábito que se ha ido convirtiendo en una temeraria obsesión. La chance que los avances científicos permitieron aportando conocimientos extraordinarios mejoraron la posibilidad de ponderar las probabilidades de que algo específico suceda pronto.

Claro que esa alternativa es mejor que antes. Obviamente se disponen de más elementos y se han estudiado procesos con mayor dedicación arribando a conclusiones más que interesantes, dignas de ser tenidas en cuenta. Sería necio ignorar esa evolución.

La tragedia comienza cuando esa manía se transforma en una rutina y el único prisma con el que se observa la realidad es el de las supuestas certezas, esas que emergen de vaticinios repletos de prejuicios y múltiples suposiciones, la mayoría de ellas sin fundamento concreto.

Si algo se puede afirmar respecto del futuro es que no puede ser descifrado. Hasta los escenarios más lógicos pueden ser rebatidos y abunda demasiada data práctica que lo respalda y ejemplos a montones que muestran cómo cuando algunos pensaban que acaecería tal cosa, finalmente acontece otra completamente insospechada.

No está mal intentar pronosticar. Es cierto que lo que puede pasar tiene una gama de posibilidades estadísticas y que esos porcentajes de ocurrencia guardan cierta ecuanimidad, pero aún en esas sensatas instancias puede presentarse algo imposible de predecir.

Si algo tiene de fascinante la vida es ese inagotable misterio detrás de aquello que resulta casi imposible profetizar y más aun interpretar. Ese factor sorpresa, aleatorio y a veces hasta azaroso es el que mantiene las alertas obligando a estar atentos permanentemente.

Cada vez parece más complejo convivir con la incertidumbre. Los progresos intentan, por todos los medios, minimizar esa circunstancia, pero sería muy saludable que a pesar de la secuencia comunicacional casi hegemónica que sueña con un mundo estable y sin sobresaltos, se comprenda lo positivo que subyace detrás de esa imprevisibilidad crónica.

Vivir el presente implica aprovechar todos los adelantos que la modernidad ofrece, pero es clave no perder el eje, conservar la humildad para entender que el porvenir aún no está escrito y que todo puede sobrevenir, lo de siempre, pero también lo inusual, inclusive aquello que hoy no logramos identificar. La inmensa mayoría de las preocupaciones que rondan la mente humana nunca se desarrollarán.

Que algo no funcione o no exista ahora no descarta que luego pueda ser normal y frecuente. Las invenciones han refutado esa argumentación de baja jerarquía intelectual, recurrentemente empleada, que decía que si algo hoy no está después no pueda emerger. De hecho, todas las creaciones vienen a solucionar dilemas con métodos disruptivos que quiebran lo conocido. Los inventos son los que objetan esas afirmaciones superficiales.

El desafío no consiste en ignorar estúpidamente a la ciencia, ni en evitar la utilización de la tecnología que tanto valor agrega. El reto es tener la inteligencia suficiente para saber que eso es parte del rompecabezas pero que próximamente se encontrarán otras piezas sueltas, que quizás todavía no encastran e invitan entonces a revisar los augurios lineales y ajustar otra vez las velas para seguir navegando en ese mar de imprecisiones que es la vida misma.

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