Esta metáfora es habitualmente empleada para describir un proceso por el cual el que supuestamente toma las decisiones empieza a desdibujarse progresivamente cuando las perspectivas cambian de rumbo.
Los más experimentados se pavonean enumerando la larga nómina de señales clásicas que suelen aparecer y que no hacen más que confirmar la incuestionable presencia de este paradigma de la política global.
En esta suerte de parábola que usa de referencia a esta infusión que deja de ser servida a la temperatura adecuada, se intenta simbolizar ese deterioro secuencial que el mandamás de turno suele percibir cuando las luces que le otorgaron oportunamente un resplandor especial comienzan a apagarse.
Los que han alcanzado la cima le tienen pánico a ese fenómeno que emerge como la antesala de un final predecible. Los indicios al principio se asoman muy tímidamente siendo casi imperceptibles, pero con el transcurso de los meses se agudizan hasta convertirse en muy evidentes con todo lo que eso implica.
A medida que las fases se intensifican haciéndose visibles para todos los interlocutores toman nota de lo que está pasando y actúan en consecuencia ignorando al protagonista actual en búsqueda de un nuevo espacio en el que el sol brille con más potencia.
Los primeros mandatarios saben de qué se trata. Ellos lo han vivido y pueden relatar el paso a paso de ese singular momento en el que los teléfonos dejan de sonar, los fotógrafos ya no replican sus “flashes”, los colaboradores más obsecuentes se relajan en sus atenciones y el bendito café se ofrece cada vez más tibio.
Es por eso, y a sabiendas de cómo funciona, que los poderosos intentan prolongar esa inercia. Saben que inexorablemente se acabará sin embargo son muy conscientes de que pueden diferir la llegada de esa bisagra y aproximarse al verdadero instante en el que la transición efectiva debería concretarse.
Muchos observadores plantean que tal político o aquel otro deben renunciar a sus chances de continuar al frente, o de intentar retornar al máximo sitial. La definición de seguir adelante es bastante simple y tiene mucho que ver con este síndrome que sirve de faro a la hora de analizar la dinámica del poder, en cualquier esfera.
Si las maniobras persisten y se visualiza una oportunidad de que alguien pueda aun tener influencia en las determinaciones trascendentales nadie se aleja demasiado. La sola posibilidad de que eso pudiera acontecer funciona como un freno, como un mecanismo para mantenerse cerca de quien aún pareciera estar en condiciones de proveer suficiente “calor”.
En un mundo en el que las expectativas mueven a las personas la idea de estar próximo a quien puede retener la esperanza de administrar cierto ámbito es central. Esta estrategia es casi instintiva, pero deviene en una serie de sinsentidos que dilatan innecesariamente las siguientes etapas.
Habrá que decir que esta mecánica tan tangible como patética habla muy mal de todos los participantes de ese circo. Los que siguen aplaudiendo al que está en retirada ya no por sus convicciones, sino sólo por mera especulación con la chance de que pueda continuar o regresar al “trono” muestran su peor costado.
Los que estiran hasta el infinito ciertas circunstancias haciendo gala de una mezquindad a prueba de todo, para no ceder la posta anticipadamente también exhiben una inseguridad personal que debería darles vergüenza.
Lo cierto es que, más allá de las consideraciones en torno a la moralidad de esta práctica, es indiscutible que existe y que opera a diario y que genera distorsiones evitables que repercuten en la eficacia de los gobernantes interfiriendo en un procedimiento que si se diera naturalmente contribuiría a acelerar el progreso de las comunidades y promovería mejores gobiernos.
El tiempo malgastado en estas intrigas eternas, en ese perverso juego de tensiones que sólo favorece a los involucrados directos de un modo personalísimo, lastima directamente al corazón del porvenir invirtiendo energías en asuntos de escasa relevancia en lugar de ocuparse de las tragedias cotidianas.
Todo el esmero aplicado a esa politiquería de baja calidad debería utilizarse en pensar cómo resolver los complejos dilemas que siguen sin encontrar solución y que se analizan muy superficialmente ante la avalancha de movimientos secundarios que distraen del foco principal.
Tal vez sea inteligente no entretenerse en ese recurso trivial. Los políticos saben que serán invariablemente desplazados de su rol actual. Sólo intentan posponer lo ineludible. Son las sociedades las que deben avanzar dando vuelta la página por lo que es vital no dejarse estafar tan ingenuamente.
Que los inescrupulosos lo intenten es absolutamente predecible, pero la gente podría, a estas alturas, aprender después de tantos engaños parecidos. No sería razonable esperar un cambio en la ética de estos profesionales de la mentira, pero sería deseable que los defraudados tomen nota de lo acaecido y no se presten con tanta docilidad a estas manipulaciones lineales.